José Vasconcelos nació en Oaxaca (1882) y murió en la ciudad de México (1959). Fue Rector de la Universidad Nacional y Secretario de Educación Pública. En 1925 publicó en Madrid un ensayo denominado "La raza cósmica", en que analiza la historia humana a partir de los contactos y fusiones entre pueblos, otorgando un rol central a América Latina, por ser fruto de la confluencia de distintas razas y culturas. Se ofrece aquí un fragmento de la introducción de esa obra relevante en la tradición del pensamiento latinoamericano.
Para acceder a la "La raza cósmica" (completa):
https://www.ingenieria.unam.mx/dcsyhfi/material_didactico/Literatura_Hispanoamericana_Contemporanea/Autores_V/VASCONCELOS/RA.pdf
La tesis central del presente
libro que las distintas razas del mundo tienden a mezclarse cada vez más, hasta
formar un nuevo tipo humano, compuesto con la selección de cada uno de los
pueblos existentes. Se publicó por primera vez tal presagio en la época en que
prevalecía en el mundo científico la doctrina darwinista de la selección
natural que salva a los aptos, condena a los débiles; doctrina que, llevada al
terreno social por Gobineau, dio origen a la teoría del ario puro, defendida
por los ingleses, llevada a imposición aberrante por el nazismo. Contra esta
teoría surgieron en Francia biólogos como Leclerc du Sablon y Noüy, que
interpretan la evolución en forma diversa del darwinismo, acaso opuesta al
darwinismo. Por su parte, los hechos sociales de los últimos años, muy
particularmente el fracaso de la última gran guerra, que a todos dejó
disgustados, cuando no arruinados, han determinado una corriente de doctrinas
más humanas. Y se da el caso de que aún darwinistas distinguidos viejos
sostenedores del espencerianismo, que desdeñaban a las razas de color y a las
mestizas, militan hoy en asociaciones internacionales que, como la UNESCO,
proclaman la necesidad de abolir toda discriminación racial y de educar a todos
los hombres en la igualdad, lo que no es otra cosa que la vieja doctrina
católica que afirmó la actitud del indio para los sacramentos y por lo mismo su
derecho de casarse con blanca o con amarilla. Vuelve, pues, la doctrina
política reinante a reconocer la legitimidad de los mestizajes y con ello
sienta las bases de una fusión interracial reconocida por el Derecho. Si a esto
se añade que las comunicaciones modernas tienden a suprimir las barreras
geográficas y que la educación generalizada contribuirá a elevar el nivel económico
de todos los hombres, se comprenderá que lentamente irán desapareciendo los
obstáculos para la fusión acelerada de las estirpes. Las circunstancias
actuales favorecen, en consecuencia, el desarrollo de las relaciones sexuales
internacionales, lo que presta apoyo inesperado a la tesis que, a falta de
nombre mejor, titulé: de la Raza Cósmica futura. Queda, sin embargo, por
averiguar si la mezcla ilimitada e inevitable es un hecho ventajoso para el
incremento de la cultura o si, al contrario, ha de producir decadencias, que
ahora ya no sólo serían nacionales, sino mundiales. Problema que revive la
pregunta que se ha hecho a menudo el mestizo: "¿Puede compararse mi
aportación a la cultura con la obra de las razas relativamente puras que han
hecho la historia hasta nuestros días, los griegos, los romanos, los
europeos?" Y dentro de cada pueblo, ¿cómo se comparan los periodos de
mestizaje con los periodos de homogeneidad racial creadora?
(…)
Resulta entonces fácil afirmar
que es fecunda la mezcla de los linajes similares y que es dudosa la mezcla de
tipos muy distantes, según ocurrió en el trato de españoles y de indígenas
americanos. El atraso de los pueblos hispanoamericanos, donde predomina el
elemento indígena, es difícil de explicar, como no sea remontándonos al primer
ejemplo citado de la civilización egipcia. Sucede que el mestizaje de factores
muy disímiles tarda mucho tiempo en plasmar. Entre nosotros, el mestizaje se
suspendió antes de que acabase de estar formado el tipo racial, con motivo de
la exclusión de los españoles, decretada con posterioridad a la independencia.
En pueblos como Ecuador o el Perú, la pobreza del terreno, además de los
motivos políticos, contuvo la inmigración española. En todo caso, la conclusión
más optimista que se puede derivar de los hechos observados es que aun los
mestizajes más contradictorios pueden resolverse benéficamente siempre que el
factor espiritual contribuya a levantarlos. En efecto, la decadencia de los
pueblos asiáticos es atribuible a su aislamiento, pero también, y sin duda, en
primer término, al hecho de que no han sido cristianizados. Una religión como
la cristiana hizo avanzar a los indios americanos, en pocas centurias, desde el
canibalismo hasta la relativa civilización.
(…)
Desde los primeros tiempos, desde
el descubrimiento y la conquista, fueron castellanos y británicos, o latinos y
sajones, para incluir por una parte a los portugueses y por otra al holandés,
los que consumaron la tarea de iniciar un nuevo período de la Historia
conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos solamente se
hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en realidad
establecían las bases de una etapa de general y definitiva transformación. Los
llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se apoderaron de las mejores
regiones, de las que creyeron más ricas, y los ingleses, entonces, tuvieron que
conformarse con lo que les dejaban gentes más aptas que ellos. Ni España ni
Portugal permitían que a sus dominios se acercase el sajón, ya no digo para guerrear,
ni siquiera para tomar parte en el comercio. El predominio latino fue
indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera sospechado, en los tiempos del
laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre Portugal y España, que unos siglos
más tarde, ya no seria el Nuevo Mundo portugués ni español, sino más bien
inglés. Nadie hubiera imaginado que los humildes colonos del Hudson y el
Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían apoderando paso a paso de las
mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta formar la República que hoy
constituye uno de los mayores imperios de la Historia.
Pugna de latinidad contra
sajonismo ha llegado a ser, sigue siendo nuestra época; pugna de instituciones,
de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular que se inicia con el
desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo
que desde entonces el sitio del conflicto comienza a desplazarse y se traslada
al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de
Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos distantes pero lógicos de las
catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el conflicto está ahora
planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los siglos suelen ser
como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de salir de la
impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo,
no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de
sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y
vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión de los valores y los
conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el
comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua
grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera
advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos
los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto, que, sin darnos
cuenta, servimos los fines de la política enemiga, de batirnos en detalle, de
ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro
se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate,
ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las
batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer
vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo
beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los
creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del
sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras
veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como
una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos, cada uno, de nuestro
humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de
nuestra discordia delante de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el
contraste de la unidad sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos
iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros
mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión
sajona. Ni siquiera se ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos
centroamericanos, porque no ha querido darnos su venia un extraño, y porque nos
falta el patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una
carencia de pensamiento creador y un exceso de afán critico, que por cierto
tomamos prestado de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las
que tan pronto se niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones;
pero no advertimos que a la hora de obrar, y pese a todas las dudas de los
sabios ingleses, el inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de
Australia, y entonces el yanqui se siente tan inglés como el inglés en
Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el español de la América no se
sienta tan español como los hijos de España. Lo cual no impide que seamos
distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión
común. Así es menester que procedamos, si hemos de lograr que la cultura
ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que en la América
triunfe sin oposición la cultura sajona. Inútil es imaginar otras soluciones.
La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede hacerse partir del papel
de una constitución política; se deriva siempre de una larga, de una secular
preparación y depuración de elementos que se transmiten y se combinan desde los
comienzos de la historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro
patriotismo con el grito de independencia del padre Hidalgo, o con la
conspiración de Quito; o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos
en Cuauhtemoc y en Atahualpa no tendrá sostén, y al mismo tiempo es necesario
remontarlo a su fuente hispánica y educarlo en las enseñanzas que deberíamos
derivar de las derrotas, que son también nuestras, de las derrotas de la
Invencible y de Trafalgar. Si nuestro patriotismo no se identifica con las
diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos que
sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal y lo veremos
fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente
de molusco que se apega a su roca. Para no tener que renegar alguna vez de la
patria misma es menester que vivamos conforme al alto interés de la raza, aun
cuando éste no sea todavía el más alto interés de la Humanidad. Es claro que el
corazón sólo se conforma con un internacionalismo cabal; pero en las actuales
circunstancias del mundo, el internacionalismo sólo serviría para acabar de
consumar el triunfo de las naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los
fines del inglés. Los mismos rusos, con sus doscientos millones de población,
han tenido que aplazar su internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar
nacionalidades oprimidas como la India y Egipto. A la vez han reforzado su
propio nacionalismo para defenderse de una desintegración que sólo podría
favorecer a los grandes Estados imperialistas. Resultaría, pues, infantil que
pueblos débiles como los nuestros se pusieran a renegar de todo lo que les es
propio, en nombre de propósitos que no podrían cristalizar en realidad. El estado
actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad
de defensa de intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese
patriotismo persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó
en cierto sentido con la Independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce
de su destino histórico universal. En Europa se decidió la primera etapa del
profundo conflicto y nos tocó perder. Después, así que todas las ventajas
estaban de nuestra parte en el Nuevo Mundo, ya que España había dominado la
América, la estupidez napoleónica fue causa de que la Luisiana se entregara a
los ingleses del otro lado del mar, a los yanquis, con lo que se decidió en
favor del sajón la suerte del Nuevo Mundo. El "genio de la guerra" no
miraba más allá de las miserables disputas de fronteras entre los estaditos de
Europa y no se dio cuenta de que la causa de la latinidad, que él pretendía
representar, fracasó el mismo día de la proclamación del Imperio por el solo
hecho de que los destinos comunes quedaron confiados a un incapaz. Por otra parte,
el prejuicio europeo impidió ver que en América estaba ya planteado, con
caracteres de universalidad, el conflicto que Napoleón no pudo ni concebir en
toda su trascendencia. La tontería napoleónica no pudo sospechar que era en el
Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las razas de Europa, y al
destruir de la manera más inconsciente el poderío francés de la América
debilitó también a los españoles; nos traicionó, nos puso a merced del enemigo
común. Sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como imperio mundial, y la
Luisiana, todavía francesa, tendría que ser parte de la Confederación
Latinoamericana. Trafalgar entonces hubiese quedado burlado. Nada de esto se
pensó siquiera, porque el destino de la raza estaba en manos de un necio;
porque el cesarismo es el azote de la raza latina.
La traición de Napoleón a los
destinos mundiales de Francia hirió también de muerte al Imperio español de
América en los instantes de su mayor debilidad. Las gentes de habla inglesa se
apoderan de la Luisiana sin combatir y reservando sus pertrechos para la ya
fácil conquista de Texas y California. Sin la base del Misisipí, los ingleses,
que se llaman asimismo yanquis por una simple riqueza de expresión, no hubieran
logrado adueñarse del Pacifico, no serían hoy los amos del continente, se
habrían quedado en una especie de Holanda trasplantada a la América, y el Nuevo
Mundo sería español y francés. Bonaparte lo hizo sajón. Claro que no sólo las
causas externas, los tratados, la guerra y la política resuelven el destino de
los pueblos. Los Napoleones no son más que membrete de vanidades y
corrupciones. La decadencia de las costumbres, la pérdida de las libertades
públicas y la ignorancia general causan el efecto de paralizar la energía de
toda una raza en determinadas épocas. Los españoles fueron al Nuevo Mundo con
el brío que les sobraba después del éxito de la Reconquista. Los hombres libres
que se llamaron Cortés y Pizarro y Albarazo y Belalcázar no eran césares ni
lacayos, sino grandes capitanes que al ímpetu destructivo adunaban el genio
creador. En seguida de la victoria trazaban el piano de las nuevas ciudades y
redactaban los estatutos de su fundación. Más tarde, a la hora de las agrias
disputas con la Metrópoli, sabían devolver injuria por injuria, como lo hizo
uno de los Pizarros en un célebre juicio. Todos ellos se sentían los iguales
ante el rey, como se sintió el Cid, como se sentían los grandes escritores del
siglo de oro, como se sienten en las grandes épocas todos los hombres libres.
Pero a medida que la conquista se consumaba, toda la nueva organización iba
quedando en manos de cortesanos y validos del monarca. Hombres incapaces ya no
digo de conquistar, ni siquiera de defender lo que otros conquistaron con
talento y arrojo. Palaciegos degenerados, capaces de oprimir y humillar al
nativo, pero sumisos al poder real, ellos y sus amos no hicieron otra cosa que
echar a perder la obra del genio español en América. La obra portentosa
iniciada por los férreos conquistadores y consumada por los sabios y abnegados
misioneros fue quedando anulada. Una serie de monarcas extranjeros, tan
justicieramente pintados por Velázquez y Goya, en compañía de enanos, bufones y
cortesanos, consumaron el desastre de la administración colonial. La manía de
imitar al Imperio romano, que tanto daño ha causado lo mismo en España que en
Italia y en Francia; el militarismo y el absolutismo, trajeron la decadencia en
la misma época en que nuestros rivales, fortalecidos por la virtud, crecían y
se ensanchaban en libertad. Junto con la fortaleza material se les desarrolló
el ingenio práctico, la intuición del éxito. Los antiguos colonos de Nueva
Inglaterra y de Virginia se separaron de Inglaterra, pero sólo para crecer
mejor y hacerse más fuertes. La separación política nunca ha sido entre ellos
obstáculo para que en el asunto de la común misión étnica se mantengan unidos y
acordes. La emancipación, en vez de debilitar a la gran raza, la bifurcó, la
multiplicó, la desbordó poderosa sobre el mundo; desde el núcleo imponente de
uno de los más grandes Imperios que han conocido los tiempos. Y ya desde
entonces, lo que no conquista el inglés en las Islas, se lo toma y lo guarda el
inglés del nuevo continente. En cambio, nosotros los españoles, por la sangre,
o por la cultura, a la hora de nuestra emancipación comenzamos por renegar de
nuestras tradiciones; rompimos con el pasado y no faltó quien renegara la
sangre diciendo que hubiera sido mejor que la conquista de nuestras regiones la
hubiesen consumado los ingleses. Palabras de traición que se excusan por el
asco que engendra la tiranía, y por la ceguedad que trae la derrota. Pero
perder por esta suerte el sentido histórico de una raza equivale a un absurdo,
es lo mismo que negar a los padres fuertes y sabios cuando somos nosotros
mismos, no ellos, los culpables de la decadencia.
De todas maneras las prédicas
desespañolizantes y el inglesamiento correlativo, hábilmente difundido por los
mismos ingleses, pervirtió nuestros juicios desde el origen: nos hizo olvidar
que en los agravios de Trafalgar también tenemos parte. La injerencia de
oficiales ingleses en los Estados Mayores de los guerreros de la Independencia
hubiera acabado por deshonrarnos, si no fuese porque la vieja sangre altiva revivía
ante la injuria y castigaba a los piratas de Albión cada vez que se acercaban
con el propósito de consumar un despojo. La rebeldía ancestral supo responder a
cañonazos lo mismo en Buenos Aires que en Veracruz, en La Habana, o en Campeche
y Panamá, cada vez que el corsario inglés, disfrazado de pirata para eludir las
responsabilidades de un fracaso, atacaba, confiado en lograr, si vencía, un
puesto de honor en la nobleza británica. A pesar de esta firme cohesión ante un
enemigo invasor, nuestra guerra de Independencia se vio amenguada por el
provincialismo y por la ausencia de planes trascendentales. La raza que había
soñado con el imperio del mundo, los supuestos descendientes de la gloria
romana, cayeron en la pueril satisfacción de crear nacioncitas y soberanías de
principado, alentadas por almas que en cada cordillera veían un muro y no una
cúspide. Glorias balcánicas soñaron nuestros emancipadores, con la ilustre
excepción de Bolívar, y Sucre y Petion el negro, y media docena más, a lo sumo.
Pero los otros, obsesionados por el concepto local y enredados en una confusa
fraseología seudo revolucionaria, sólo se ocuparon en empequeñecer un conflicto
que pudo haber sido el principio del despertar de un continente. Dividir,
despedazar el sueño de un gran poderío latino, tal parecía ser el propósito de
ciertos prácticos ignorantes que colaboraron en la Independencia, y dentro de
ese movimiento merecen puesto de honor; pero no supieron, no quisieron ni
escuchar las advertencias geniales de Bolívar. Claro que en todo proceso social
hay que tener en cuenta las causas profundas, inevitables, que determinan un momento
dado. Nuestra geografía, por ejemplo, era y sigue siendo un obstáculo de la
unión; pero si hemos de dominarlo, será menester que antes pongamos en orden al
espíritu, depurando las ideas y señalando orientaciones precisas. Mientras no
logremos corregir los conceptos, no será posible que obremos sobre el medio
físico en tal forma que lo hagamos servir a nuestro propósito. En México, por
ejemplo, fuera de Mina, casi nadie pensó en los intereses del continente; peor
aun, el patriotismo vernáculo estuvo enseñando, durante un siglo, que
triunfamos de España gracias al valor indomable de nuestros soldados, y casi ni
se mencionan las Cortes de Cádiz, ni el levantamiento contra Napoleón, que
electrizó a la raza, ni las victorias y martirios de los pueblos hermanos del
continente. Este pecado, común a cada una de nuestras patrias, es resultado de
épocas en que la Historia se escribe para halagar a los déspotas. Entonces la
patriotería no se conforma con presentar a sus héroes como unidades de un
movimiento continental, y los presenta autónomos, sin darse cuenta que al obrar
de esta suerte los empequeñece en vez de agrandarlos.
Se explican también estas aberraciones
porque el elemento indígena no se había fusionado, no se ha fusionado aún en su
totalidad, con la sangre española; pero esta discordia es más aparente que
real. Háblese al más exaltado indianista de la conveniencia de adaptarnos a la
latinidad y no opondrá el menor reparo; dígasele que nuestra cultura es
española y en seguida formular objeciones. Subsiste la huella de la sangre
vertida: huella maldita que no borran los siglos, pero que el peligro común
debe anular. Y no hay otro recurso. Los mismos indios puros están
españolizados, están latinizados, como está latinizado el ambiente. Dígase lo
que se quiera, los rojos, los ilustres atlantes de quienes viene el indio, se
durmieron hace millares de años para no despertar. En la Historia no hay
retornos, porque toda ella es transformación y novedad. Ninguna raza vuelve;
cada una plantea su misión, la cumple y se va. Esta verdad rige lo mismo en los
tiempos bíblicos que en los nuestros, todos los historiadores antiguos la han
formulado. Los días de los blancos puros, los vencedores de hoy, están tan
contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al cumplir su destino de
mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases de un
período nuevo, el periodo de la fusión y la mezcla de todos los pueblos. El
indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura
moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la civilización latina.
También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención
posterior en el alma de sus hermanos de las otras castas, y se confundirá y se
perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada
una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el
genio.
En el proceso de nuestra misión
étnica, la guerra de emancipación de España significa una crisis peligrosa. No
quiero decir con esto que la guerra no debió hacerse ni que no debió triunfar.
En determinadas épocas el fin trascendente tiene que quedar aplazado; la raza
espera, en tanto que la patria urge, y la patria es el presente inmediato e
indispensable. Era imposible seguir dependiendo de un cetro que de tropiezo en
tropiezo y de descalabro en bochorno había ido bajando hasta caer en las manos
sin honra de un Fernando VII. Se pudo haber tratado en las Cortes de Cádiz para
organizar una libre Federación Castellana; no se podía responder a la Monarquía
sino batiéndole sus enviados. En este punto la visión de Mina fue cabal:
implantar la libertad en el Nuevo Mundo v derrocar después la Monarquía en
España. Ya que la imbecilidad de la época impidió que se cumpliera este genial
designio, procuremos al menos tenerlo presente. Reconozcamos que fue una
desgracia no haber procedido con la cohesión que demostraron los del Norte; la
raza prodigiosa, a la que solemos llenar de improperios, sólo porque nos ha
ganado cada partida de la lucha secular. Ella triunfa porque aduna sus
capacidades prácticas con la visión clara de un gran destino. Conserva presente
la intuición de una misión histórica definida, en tanto que nosotros nos
perdemos en el laberinto de quimeras verbales. Parece que Dios mismo conduce
los pasos del sajonismo, en tanto que nosotros nos matamos por el dogma o nos
proclamamos ateos. ¡Cómo deben de reír de nuestros desplantes y vanidades
latinas estos fuertes constructores de imperios! Ellos no tienen en la mente el
lastre ciceroniano de la fraseología, ni en la sangre los instintos
contradictorios de la mezcla de razas disímiles; pero cometieron el pecado de
destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da
derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia.
De aquí que los tropiezos adversos no nos inclinen a claudicar; vagamente sentimos que han de servirnos para descubrir nuestra ruta. Precisamente, en las diferencias encontramos el camino; si no más imitamos, perdemos; si descubrimos, si creamos, triunfaremos.
La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización, con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el múltiple y rico plasma de la Humanidad futura. Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba familia indígena y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de generar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno. La colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su responsabilidad y define su porvenir. El inglés siguió cruzándose sólo con el blanco, y exterminó al indígena; lo sigue exterminando en la sorda lucha económica, más eficaz que la conquista armada. Esto prueba su limitación y es el indicio de su decadencia. Equivale, en grande, a los matrimonios incestuosos de los Faraones, que minaron la virtud de aquella raza, y contradice el fin ulterior de la Historia, que es lograr la fusión de los pueblos y las culturas. Hacer un mundo inglés; exterminar a los rojos, para que en toda la América se renueve el norte de Europa, hecho de blancos puros, no es más que repetir el proceso victorioso de una raza vencedora. Ya esto lo hicieron los rojos; lo han hecho o lo han intentado todas las razas fuertes y homogéneas; pero eso no resuelve el problema humano; para un objetivo tan menguado no se quedó en reserva cinco mil años la América. El objeto del continente nuevo y antiguo es mucho más importante. Su predestinación obedece al designio de constituir la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos, para reemplazar a las cuatro que aisladamente han venido forjando la Historia. En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes.
Y se engendrará de tal suerte el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de la Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo. Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la garantía de nuestro triunfo. En el mismo período caótico de la Independencia, que tantas censuras merece, se advierten, sin embargo, vislumbres de ese afán de universalidad que ya anuncia el deseo de fundir lo humano en un tipo universal y sintético. Desde luego, Bolívar, en parte porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos en nacionalidades aisladas, y también por su don de profecía, formuló aquel plan de federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten. Y si los demás caudillos de la independencia latinoamericana, en general, no tuvieron un concepto claro del futuro, si es verdad que, llevados del provincialismo, que hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se titula soberanía nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte inmediata de su propio pueblo, también es sorprendente observar que casi todos se sintieron animados de un sentimiento humano universal que coincide con el destino que hoy asignamos al continente iberoamericano. Hidalgo, Morelos, Bolívar, Petion el haitiano, los argentinos en Tucumán, Sucre, todos se preocuparon de libertar a los esclavos, de declarar la igualdad de todos los hombres por derecho natural; la igualdad social y cívica de los blancos, negros e indios. En un instante de crisis histórica, formularon la misión trascendental asignada a aquella zona del globo: misión de fundir étnica y espiritualmente a las gentes. De tal suerte se hizo en el bando latino lo que nadie ni pensó hacer en el continente sajón. Allí siguió imperando la tesis contraria, el propósito confesado o tácito de limpiar la tierra de indios, mogoles y negros, para mayor gloria y ventura del blanco. En realidad, desde aquella época quedaron bien definidos los sistemas que, perdurando hasta la fecha, colocan en campos sociológicos opuestos a las dos civilizaciones: la que quiere el predominio exclusivo del blanco, y la que está formando una raza nueva, raza de síntesis, que aspira a englobar y expresar todo lo humano en maneras de constante superación. Si fuese menester aducir pruebas, bastaría observar la mezcla creciente y espontánea que en todo el continente latino se opera entre todos los pueblos, y por la otra parte, la línea inflexible que separa al negro del blanco en los Estados Unidos, y las leyes, cada vez más rigurosas, para la exclusión de los japoneses y chinos de California.
Los llamados latinos, tal vez
porque desde un principio no son propiamente tales latinos, sino un
conglomerado de tipos y razas, persisten en no tomar muy en cuenta el factor
étnico para sus relaciones sexuales. Sean cuales fueren las opiniones que a
este respecto se emitan, y aun la repugnancia que el prejuicio nos causa, lo
cierto es que se ha producido y se sigue consumando la mezcla de sangres. Y es
en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la
idiosincrasia iberoamericana. Ocurrirá algunas veces, y ha ocurrido ya, en
efecto, que la competencia económica nos obligue a cerrar nuestras puertas, tal
como lo hace el sajón, a una desmedida irrupción de orientales. Pero al
proceder de esta suerte, nosotros no obedecemos más que a razones de orden
económico; reconocemos que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el
santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a
degradar la condición humana, justamente en los instantes en que comenzamos a
comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular bajos instintos
zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de la vida. Si
los rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se multiplica menos
y siente el horror del numero, por lo mismo que ha llegado a estimar la
calidad. En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos, por el mismo temor del
desbordamiento físico propio de las especies superiores; pero también lo hacen
porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serian incapaces de
cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con
oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a
su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin
embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello. Tampoco es
fácil convencer al sajón de que si el amarillo y el negro tienen su tufo,
también el blanco lo tiene para el extraño, aunque nosotros no nos demos cuenta
de ello. En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la
repulsión de una sangre que se encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil
puentes para la fusión sincera y cordial de todas las razas. El amurallamiento
étnico de los del Norte frente a la simpatía mucho más fácil de los del Sur,
tal es el dato más importante y a la vez el más favorable para nosotros, si se
reflexiona, aunque sea superficialmente, en el porvenir. Pues se verá en
seguida que somos nosotros de mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer.
Acabarán de formar los yanquis el último gran imperio de una sola raza: el
imperio final del poderío blanco. Entre tanto, nosotros seguiremos padeciendo
en el vasto caos de una estirpe en formación, contagiados de la levadura de
todos los tipos, pero seguros del avatar de una estirpe mejor. En la América
española ya no repetirá la Naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será
la raza de un solo color, de rasgos particulares, la que en esta vez salga de
la olvidada Atlántida; no será la futura ni una quinta ni una sexta raza,
destinada a prevalecer sobre sus antecesoras; lo que de allí va a salir es la
raza definitiva, la raza síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la
sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad
y de visión realmente universal. Para acercarnos a este propósito sublime es
preciso ir creando, como si dijéramos, el tejido celular que ha de servir de
carne y sostén a la nueva aparición biológica. Y a fin de crear ese tejido
proteico, maleable, profundo, etéreo y esencial, será menester que la raza
iberoamericana se penetre de su misión y la abrace como un misticismo.
Quizá no haya nada inútil en los
procesos de la Historia; nuestro mismo aislamiento material y el error de crear
naciones nos ha servido, junto con la mezcla original de la sangre, para no
caer en la limitación sajona de constituir castas de raza pura. La Historia
demuestra que estas selecciones prolongadas y rigurosas dan tipos de
refinamiento físico, curiosos, pero sin vigor; bellos con una extraña belleza,
como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la postre decadentes. Jamás se
ha visto que aventajen a los otros hombres ni en talento, ni en bondad, ni en
vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es mucho más atrevido, rompe los
prejuicios antiguos, y casi no se explicaría, si no se fundase en una suerte de
clamor que llega de una lejanía remota, que no es la del pasado, sino la
misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del porvenir. Si la América
Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son
otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa
que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos rivales
acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley natural
de los choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la lucha,
particularmente cuando ellas se trasladan al campo del espíritu, sirven para
definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su
destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación. La
misión del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más
inmediata y ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir
el ejemplo de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa, en la
región del continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al
cenit. He ahí por qué la historia de Norteamérica es como un ininterrumpido y
vigoroso allegro de marcha triunfal.
¡Cuán distintos los sones de la
formación iberoamericana! Semejan el profundo scherzo de una sinfonía infinita
y honda: voces que traen acentos de la Atlántida; abismos contenidos en la
pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos miles de años, y ahora
parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al viejo cenote maya, de
aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos
siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve esta quietud de infinito con
la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido de dicha sensual, ebrio de
danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el mogol con el misterio de su
ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un ángulo extraño, que descubre
no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene asimismo la mente clara del
blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan estrías judaicas que se
escondieron en la sangre castellana desde los días de la cruel expulsión;
melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza sensualidad musulmana;
¿quién no tiene algo de todo esto o no desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que
también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y aunque es el último en
venir parece el más próximo pariente. Tantos que han venido y otros más que
vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón sensible y ancho que todo lo
abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de vigor, impone leyes nuevas
al mundo. presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos,
para cumplir el prodigio de superar a la esfera.
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