miércoles, 24 de junio de 2009

Adiós a la posmodernidad

Por Santiago Kovadloff
para "La Nación", Buenos Aires 1999

Fragmentariedad, multiplicidad de sentidos, consumidores y consumidos, relativismo, cultura light , cultura shopping , vacío, apatía política, siesta de fin de siglo. Desconfiado del sueño de omnipotencia de la Edad Moderna y alertado por el estrépito de sus derrotas -la masacre de Hiroshima, los campos de exterminio, el fracaso de las utopías revolucionarias, el hambre, la desocupación y la marginalidad como la otra cara del progreso-, el pensador posmoderno embistió contra cuatro siglos de ambición racionalista. Para el autor de "Sentido y riesgo de la vida cotidiana", el posmodernismo pretendió diferenciarse de la Modernidad, pero no fue más que su prolongación.


I
Mucho antes de que su semblante se viera desfigurado por las presiones de la moda, el posmodernismo quiso ser una auténtica rebelión. ¿Rebelión contra qué? Contra una demanda de credibilidad, por parte de la Edad Moderna, que ya no podía justificarse.
Moderna fue la confianza en el progreso como cura de todos los males. Moderno, el sueño de un Occidente ejemplar como modelo de civilización. Moderno, incluso, el ideal de una revolución redentora capaz de disolver las desigualdades. Moderna, asimismo, la sacralización del arte, la apoteosis de la ciencia, la exaltación de la democracia representativa.
A todos estos fervores se opuso el posmodernismo decretando su inconsistencia. A todos los denunció; a todos los dio por extenuados. Al hombre rebosante de coherencia del que habla la Modernidad le antepuso un espejo que lo reflejaba vacío, vaciado, consumidor y consumido; habitante sin rumbo del orden y el cálculo. Donde antes se decía unidad , la denuncia posmoderna sostuvo que no había sino dispersión . Donde imperaba el absoluto , ella desnudó el auge ingobernable de lo relativo . Donde se afirmaba el saber , descubrió que no había otra cosa que creencias . A la prédica que enfatizaba las jerarquías morales la decretó sin vida oponiéndole la prosaica horizontalidad de los hechos: múltiples, contradictorios, equivalentes. Teísmo y ateísmo le parecieron harina del mismo costal, secreciones vanas de un sujeto hueco que, si ya no era la criatura que otrora había supuesto, tampoco era el creador que ahora se ufanaba de ser. No hay centro, concluyó el posmodernismo, ni hay, por lo tanto, periferias; sólo hay fragmentos. Y no fragmentos de una totalidad perdida sino fragmentos sin más, disonancias infinitas, contrastantes, erráticas e imposibles de armonizar.

II
No faltan los que identifican el posmodernismo con una tendencia agnóstica. Creo yo que se equivocan. El agnosticismo descree de la posibilidad del conocimiento. El posmodernismo, en cambio, asegura conocer la naturaleza de los hechos sociales y, en particular, la índole de la Modernidad. En efecto, sobre el auge de sus males y aun sobre su derrumbe y su ruina, ha elaborado el posmodernismo un diagnóstico final que se hizo célebre y que, para muchos, sigue siendo verosímil todavía.
¿Cabe llamar posmoderno al pensamiento crítico ejercido sobre las contradicciones de la Modernidad? La Modernidad jamás se limitó a ser complaciente consigo misma. Tampoco ha sido unívoca en la concepción de sus valores. Si algo la distingue, me parece, es su escasa uniformidad.
Su trayectoria, quién lo niega, está sembrada de inauditos desaciertos y catástrofes vergonzosas. Pero abundan en ella logros que son admirables; su atmósfera fue propicia para el debate, la refutación del dogma y la denuncia de la arbitrariedad. No es ésta, sin embargo, una convicción compartida por el pensador posmoderno. De la Modernidad tiene él una visión terminante: la concibe como un todo nefasto y la condena sin apelación.

III
Hace ya mucho que Heidegger caracterizó la Modernidad como "la época de la imagen del mundo". El fundamento de esa imagen lo imponía la Razón ejerciendo, sobre el sentido de lo real, un control que se consideró a sí mismo suficiente. La Modernidad imaginó un hombre para el cual el conocimiento es conocimiento de objetos: discernibles, mensurables, cuantificables. En otras palabras, estableció que el acceso a la verdad se reducía al acceso al objeto racional y experimentalmente determinado; fuera de eso, poco y nada más. De la sagacidad aislada de René Descartes a las voces corales del Enciclopedismo, no faltarán los pensadores que respaldarán, a su modo y con su tono, esta convicción. Pero no menos modernos fueron quienes se mostraron remisos a reducir la verdad a lo que de ella se podía comprender en términos puramente objetivos o exclusivamente lógicos.
El hombre, dijeron estos filósofos cautos, es mucho más que su propio saber, mucho más que lo que sabe sobre las cosas y algo infinitamente más complejo que la pura coherencia. De Sánchez a Malebranche y Pascal, de Montaigne a Lichtemberg, de Hume a Kant, de Schelling a Kierkegaard y Schopenhauer, múltiples y deslumbrantes fueron las cabezas que invitaron a matizar la rigidez del racionalismo sin dejar de ser modernas en su ponderación de la realidad. Lo eran, precisamente, por su voluntad crítica y su innegable disposición al análisis.
Moderna es también, y de modo eminente, la razón que supo y sabe combatir sus propios excesos totalitarios, su propia pasión por la inmovilidad.
No obstante, el posmodernismo no vacila en emitir su veredicto: todo lo moderno debe ser impugnado pues su naturaleza es perniciosa. Su gangrena puede verse al repasar las secuelas de su amarga labor cuatro veces centenaria. De ellas es expresión -como señala Marcos Levario Turcott en su artículo "Crítica al posmodernismo"- "un individuo sometido, segmentado y supeditado a grandes promesas redentoras que no sólo no se cumplieron sino que desvirtuaron su esencia humana, su libertad".
El desenlace atroz de la utopía revolucionaria, la desorientación finalmente sembrada por ese repertorio de nociones en las que la Modernidad pretendió fundar su propuesta - Humanidad , Sujeto, Representación , Sentido , Verdad - son deudores de un concepto central y santificado: el de Universalidad , al cual la Razón se pliega dócilmente al precisar sus deberes y derechos.
Obsolescencia de lo moderno; he ahí, según nos dicen, el rasgo dominante del tiempo en que vivimos. El pensador posmoderno no se propone dinamitar el racionalismo sino demostrar que han sido sus íntimas contradicciones las que así lo hicieron. De esos mismos escombros forman parte las aspiraciones de los relatos que se pretenden exhaustivos, la concepción de la Historia como un repertorio de leyes sumisas a la Razón, la reivindicación de un Significado homogéneo para hechos entre sí muy diferentes, el etnocentrismo que disfraza su vocación excluyente con los ropajes de un propósito civilizador. Imperialista, cínicamente aferrada a un ideal del progreso que pretende homologar el auge del egoísmo al bienestar de la Humanidad, devota de un feroz mercantilismo, intolerante para con todo lo que pueda contrariarla, cruel manipuladora de la Ley y del Derecho, la Modernidad cae, por fin, de su pedestal sin sustancia.
La mirada severa que repasa su ruina y refrenda su deceso se autodenomina posmoderna. Es esa misma que, al dejar a sus espaldas el quebranto de la razón omnisciente, se vuelve hacia nosotros y nos interroga sobre el porvenir.

IV
Sería abusivo asegurar que el pensador posmoderno equivoca por entero su diagnóstico. Señala en la dirección correcta pero generaliza hasta la frivolidad en sus conclusiones. Se excede imperdonablemente al pretender que la Modernidad se agote en su semblanza. Su reduccionismo, finalmente, se asemeja al que dice combatir. Pero también se equivoca al creer y hacer creer que lo suyo es sólo post cuando en verdad es intra en incontables aspectos. Quiero decir que se postula como ruptura y, en verdad, no es más que prolongación. ¿O es que su ardiente condena de la Razón no tiene mucho de romántica? ¿O es que su idealización del individuo políticamente prescindente no tiene mucho de burguesa? ¿O es que su exaltada visión de la apatía ante el drama social no tiene mucho de conservadora? ¿Y qué son el romanticismo, la idealización del individuo y la belle indifférence sino expresiones francamente modernas? ¿No va en esto el posmodernismo a la zaga de la vanguardia que dice encarnar? Por cierto, ya no estamos en el Siglo de las Luces; por cierto el malestar en la cultura sepultó las ingenuas aspiraciones positivistas, y los campos de exterminio comprometieron para siempre las aspiraciones lineales del progreso.Por cierto, ser ya no significa ser sujeto solamente ni ante todo. Pero no es la Modernidad la que, con todo esto, ha muerto, sino sus configuraciones clásicas y, sobre todo, el más convencional y prejuicioso de sus perfiles. Y si ha sobrevivido a sus propios procesos es a consecuencia de su proteica aptitud para el cambio y su infinita plasticidad para atravesar el conflicto. Que haya dejado de ser lo que en gran medida fue -racionalista- no significa que haya inmolado la razón en el altar del descrédito ni que se haya extinguido con su propio exceso. Precisamente en esto radica el desafío que nos hace su inusual complejidad. El auge de la crítica de sus desaciertos e inconsistencias es indicio y parte de su vitalidad, no la prueba crucial de su decadencia. La posmodernidad, al no ser otra cosa que negación, se muestra envuelta en aquello mismo que impugna y de ese modo, lo quiera o no, lo perpetúa. Es que, como enseña Hegel, la antítesis tarda en saber que forma un todo con la tesis contra la que furiosamente combate. Pero no es indispensable haber frecuentado la Fenomenología del espíritu para advertir que el posmodernismo es, todavía, la Modernidad en lucha consigo misma.

V
El pensador posmoderno, no obstante, hace suyo el desencanto del momento y asegura que al rehuir la búsqueda de un modelo social alternativo o al resistirse a ir en pos de nuevas teorías sobre la realidad, escapa a la siembra de contradicciones que denuncia.
Todo proyecto, asevera, está viciado de nulidad. Privando de sentido al porvenir, promueve la inmersión apasionada en la inmediatez.
Sin preámbulos ni dilaciones reivindica el ahora y la multiplicidad de sentidos como único escenario posible. La moda, lo pasajero, asegura, ofrendan al desvelo y a la sed de sinceramiento del pensador posmoderno la única sustancia viva de lo real.
El relativismo lo fascina porque bajo su luz respira liberado del canto de sirena de los dogmas y sus variantes. Pero, al decirlo, olvida que postulado como norma invariable, ese ismo termina por ser lo contrario de cuanto propone. Cansado de Platón, el pensador posmoderno regresa a la Sofística tardía. Todo lo justifica argumentando que nada es cierto. Y, para colmo, cree ser persuasivo cuando asegura que a la desorientación se la supera ejercitándola. Es así como de la retórica hace su ciencia exclusiva y afirma que basta con cerrar los ojos para que se disuelva la realidad. Sin duda la posteridad reconocerá al pensador posmoderno el fervor de una denuncia necesaria.
Occidente agota el siglo en el ejercicio desembozado de un poder prepotente, sumido en la vergonzosa inoperancia moral que le imponen sus desigualdades o el cinismo con que se sitúa ante el dolor que muchas veces siembra para afianzar su desarrollo. La intrascendencia alcanzada hoy por el valor de la vida humana no sólo resalta en la miseria tenaz y expandida, en la ignorancia alentada, en el padecimiento mil veces postergado de millones de seres que deambulan por la Tierra sin hogar ni dignidad. También se la reconoce en la pavorosa vacuidad de una ideología que todo lo reduce a comprar y vender.
Tenemos recursos pero no tenemos sentido, valores en qué creer. Tenemos poder pero no tenemos integridad. No se equivoca el pensador posmoderno al enfatizar estas tremendas contradicciones. Pero el destino del hombre es y será político mientras el hombre aspire a ser humano.
Sólo la política puede remediar sus propios males y, dentro de ella, sólo la democracia es capaz de probar que no estando a la altura de sus propios ideales solidarios, puede mantenerlos como una autoexigencia irrenunciable.
Es indiscutible la sagacidad con que el pensador posmoderno describe los males de la política contemporánea: la masificación, el delito, la perversa complicidad entre la ciencia y el crimen, los genocidios y los mercados que todo lo aplastan. Pero en la medida en que no concibe la política sino como un mal, no la puede entender como el deber ineludible por excelencia. Desprecia la trama institucional sin advertir que es ella el único recurso civilizado con que contamos para emprender la conciliación necesaria entre el interés privado y el público. El único con el que atenuar el drama de la injusticia social.

VI
Al combatir la Modernidad con una saña que no conoce desmayo ni salvedades, el posmodernismo se extravía en la generalización. Que la Modernidad haya contribuido a la secularización de la vida política es algo que él subestima. El ideario delDerecho le parece vacío y confunde su imperdonable incumplimiento con inutilidad congénita. El avance logrado en el campo de las reinvidicaciones civiles nada le dice. Recuerda la tortura y la discrimación pero no la lucha contra ellas. Confunde la necesidad de insistir con la impotencia para transformar. Identifica sin más la vigencia de la ley con la vigencia del delito y la dificultad para ser mejores con la imposibilidad de lograrlo. El pensador posmoderno no es sin embargo pesimista. Si lo fuera, se llamaría a silencio. Hace todo lo contrario: habla y escribe espléndidamente. Quiere ser convincente.
Es, sí, contradictorio, porque augura que del hombre nada se puede esperar y sin embargo lo convoca, lo provoca, lo desvela. Se desvive, en suma, por ser reconocido.
Apocalíptico y simplista, propone una buena partida de ajedrez mientras arde el escenario donde se dispone a jugarla. ¿Cómo entender su dilatado prestigio sino como expresión de la complejidad de una crisis que supo describir en parte pero no enfrentar en su conjunto? ¿Cómo explicarnos su actual languidecimiento (¡el de tantas modas!) sino como expresión, al cabo de casi treinta años de persistencia, de la necesidad de hallar un rumbo más substancial? Un rumbo políticamente más sano, filosóficamente más hondo, socialmente más responsable. Sin duda, una labor gigantesca.
El desencanto posmoderno no ayudará a emprenderla. Lo harán, sí, la conciencia del sufrimiento diseminado y el don de indignación.


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lunes, 8 de junio de 2009

"Los seres humanos nunca somos del todo racionales"

"Los organismos genéticamente modificados son una bendición, pese al miedo de la gente", afirma Boncinelli, genetista y biofísico italiano.

Elisabetta Piqué
Corresponsal en Italia
La Nación, Miércoles 17 de diciembre de 2008


ROMA. Edoardo Boncinelli, reconocido biofísico italiano que se dedicó durante 30 años al estudio de la genética y de la biología molecular de los animales superiores y del hombre, no tiene dudas. "Los hombres nunca somos racionales. Aun cuando nos esforzamos y nos empeñamos, los hombres no somos nunca del todo racionales porque nuestro cerebro es perezoso y prefiere sacar conclusiones rápidas, pero equivocadas, antes que lentas, pero rigurosas", dice en una entrevista con La Nacion.

Nacido en 1941 en Rodi, provincia de Foggia, Boncinelli es docente en la Facultad de Filosofía y de Psicología de la Universidad Vita-Salute, de Milán. Escribe regularmente en la revista Le Scienze y en el Corriere della Sera . Además, fue director de la Escuela Internacional Superior de Estudios Avanzados de Trieste. Libros publicados: entre sus títulos más conocidos están “Cómo nacen las ideas”, “La magia de la ciencia”, “A la caza del genio”, “Pensar lo invisible” y “Yo soy, tú eres”. Tanto como la investigación y la enseñanza, lo atrae la divulgación en los medios gráficos. Descubrió el gen responsable de que, al día 13 de gestación, el cigoto se convierta en embrión humano.


"Siempre fui un apasionado del cerebro, algo fascinante, y siempre tuve una tendencia hacia la filosofía, pero científica", cuenta. En los últimos 12 años, este intelectual que tiene el gran don de saber hablar de forma comprensible de complejos temas científicos ha escrito 24 libros. Ahora está trabajando en otros tres: uno sobre la libertad, otro sobre la conciencia y otro sobre la racionalidad, justamente...

-¿Qué hay en el cerebro que hace que tengamos el lenguaje?

-Si lo supiera antes de morir, estaría muy contento. Qué hace que nosotros aprendamos y usemos el lenguaje y los animales no es una de las preguntas más lindas que se puedan imaginar. En los genes no está escrito. Por lo tanto, debe de estar escrito en esa parte del genoma que todavía no sabemos leer.

-Pero sabemos muchas cosas. Por ejemplo, en su último libro, Cómo nacen las ideas , usted explica que en una zona del cerebro están los números genéricos.

-Sí, aprendimos muchas cosas sobre el lenguaje, pero todavía no sabemos qué es lo que nos da el poder para aprender el lenguaje. Aprendimos muchas cosas que a los hombres no les gustan, como por ejemplo que nunca somos racionales. Aun cuando nos empeñamos y nos esforzamos con todo para ser racionales, no lo somos, porque nuestro cerebro es perezoso y prefiere sacar conclusiones rápidas y equivocadas, antes que lentas y rigurosas.

-¿Usted tampoco? ¿Un famoso científico no es racional?

-¡Claro, todo el mundo! El cerebro es perezoso. Por otra parte, el cerebro, que fue hecho 150.000 años atrás, no estaba hecho para las sutilezas matemáticas de hoy.

-¿Cuán genéticamente distinto es el hombre de hoy con respecto al de hace 100.000 años.

-Absolutamente nada. Lo que se piensa hoy es que el hombre es genéticamente idéntico desde hace exactamente 150.000 años: lo importante del genoma no ha cambiado.

-¿Ni siquiera el cerebro?

-Absolutamente no. Todo lo que se dice al respecto son cuentos.

-¿Cómo es posible que nuestro cerebro no haya cambiado, si el mundo cambió muchísimo?

-Esto es lo lindo del ser humano: mientras los animales sólo tienen la evolución biológica, y por lo tanto una adaptación lentísima, el hombre, además de la evolución biológica también ha tenido una evolución cultural, que va rapidísimo, quizá demasiado rápido. Nosotros nacemos exactamente como los hombres de hace 150.000 años. Pero, atención, nosotros tenemos una suerte de doble nacimiento, porque bastan pocos meses, pocos años, para que el niño de hoy a los 3 años sea distinto del niño de 3 años de la era de las cavernas. A los 5 o 6 años diría que es muy distinto del niño de hace 150.000 años. Nuestro cerebro es totalmente maleable y en los primeros años todo lo que pasa es esculpido como si hubiera estado desde el nacimiento. Esta es la gran diferencia.

-¿Todavía podemos evolucionar en el orden biológico?

-Seguramente, pero harán falta 200.000 o 300.000 años. Nadie puede prever el futuro, pero ése es el ritmo de la evolución. Antes de que nosotros hagamos una evolución biológica, el hombre habrá intervenido sobre su genoma. Porque en unos 15 o 20 años será posible intervenir artificialmente sobre nuestro genoma, algo que será un evento excepcional.

-En cuanto al problema ético y moral, ¿como ve la manipulación genética?

-Para mí es una discusión lindísima la de qué se debe elegir. Los diarios dicen "hijos rubios con ojos celestes", pero me parece una de las estupideces más grandes que se puedan imaginar. Sí, en cambio, se puede hablar de hijos más inteligentes, más longevos, más sanos... Aunque mi apuesta es que los primeros genes que se tocarán serán los que regulan la extensión de la vida. Ahora tendemos a vivir cien años, pero tocando algunos genes podremos vivir doscientos o trescientos. ¡Entonces seguramente el mundo será dado vuelta absolutamente!

-¿Estaría de acuerdo con semejante manipulación?

-Yo estaría de acuerdo si está bien hecho. Yo siempre estoy de acuerdo con todo, si está bien hecho.

-¿Con la manipulación genética el hombre podrá ser moralmente mejor?

-Los rasgos complejos, como la inteligencia, la docilidad, la bondad, la voluntad, no son controlados por un gen, pero tampoco por cientos, o por miles, sino probablemente por miles de millones de genes. No podemos esperar que cambiando un gen o diez genes tengamos grandes resultados. Sobre el problema moral, yo escribí un libro titulado El mal , en el que dije muy claramente que el mal y el bien son dos conceptos relativos. Hay que ver en un momento qué es lo que la humanidad, no una nación sí y otra no, considera el mal y considera el bien. Yo no sé qué es bien o qué es mal. Sí, lo sé con mi vida, con mis hijos, con mi mujer, pero nunca me pondría a decirle a otro qué es bien y qué es mal, como hace la Iglesia. Es la humanidad la que debe decidir adónde quiere ir.

-¿Usted es católico, creyente?

-Soy bautizado, me casé por Iglesia, enseño en una universidad que en Italia consideran católica, pero no soy creyente. Pienso que detrás de una manzana que cae está la fuerza de gravedad, pero el primitivo no lo sabe y cree que detrás de la manzana que cae está la mano de Dios. Por eso la espiritualidad no es un punto de llegada, sino un punto de partida que siempre ha evolucionado.

-¿Por qué la gente le tiene miedo a la ciencia?

-Porque el hombre, como todos los animales, le tiene miedo a lo nuevo, y la ciencia es lo nuevo. Hasta hace 100 o 150 años sobre un plato de la balanza estaba el miedo a lo nuevo, pero del otro estaba que esperábamos ventajas materiales. Ahora tuvimos tantas ventajas, objetivamente, que ya no existe equilibrio. Pero después hubo un error gravísimo: prometer en nombre de la ciencia cosas que no podían prometerse. La ciencia puede dar bienestar material, pero no puede dar la felicidad ni la sabiduría. Cuando el hombre se da cuenta de que es tan infeliz como antes, y que no es sabio, queda decepcionado y se rebela contra la ciencia.

-¿Qué piensa de los organismos genéticamente modificados?

-Que son una bendición a la cual, para variar, la gente le tiene miedo...

-En la Argentina es todo OGM, y los tomates no tienen gusto a nada...

-Pero tampoco la manzana norteamericana tiene gusto a nada. No por los OGM, sino simplemente porque la sacan del árbol cuando todavía está inmadura. Lamentablemente, las exigencias del mercado nos hacen comer manzanas lindísimas que no tienen gusto a nada, tomates lindísimos, pescado lindísimo, criado en casa prácticamente, es cierto, pero no tiene nada que ver con los OGM.

-¿Está a favor de las investigaciones con células madre?

-Claro, porque es la esperanza del futuro. Cuándo se realizará, no lo sé. Todo empezó hace diez años. Cuando me entrevistaron dije que era inminente la utilización, pero, en cambio, todo fue lento. Por un lado, hay gente que frena; por otro, hay gente que promete el oro y el moro. Dicen que tendremos todo mañana, pero no será mañana porque aún hay cosas que no sabemos hacer.

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