lunes, 28 de septiembre de 2015

SAN AGUSTÍN: REFLEXIONES SOBRE EL TIEMPO

¿Qué es el tiempo?

En el Libro XI de una de sus mayores obras, "Confesiones", el autor nos hace partícipes de sus reflexiones que entrelazan filosofía y teología en una búsqueda que es pregunta, investigación, argumentación y, por momentos, se transforma en silencio, escucha y plegaria.

 4
Existen, pues, el cielo y la tierra, y en alta voz nos dicen que fueron hechos, porque se mudan y cambian. En todo lo que existe y no ha sido hecho no hay nada que no existiera ya antes. Y en esto precisamente consiste el cambio y la mudanza.
El cielo y la tierra claman también que no se hicieron a sí mismos. «Existimos —dicen—, porque hemos sido hechos. Para hacernos a nosotros mismos deberíamos haber existido antes de que existiéramos.» Y la voz de los que lo dicen es la misma evidencia.
Eres tú, Señor, quien los hiciste. Tú, que eres hermoso y por quien ellos son hermosos. Tú, que eres bueno y por quien ellos son buenos. Tú que existes y por quien ellos existen. Pero ni ellos son tan hermosos, ni tan bue­nos, Creador de ellos. Comparados contigo ni son hermosos, ni buenos, ni tienen existencia.
Sé todo esto y te doy gracias por ello. Y sé también que nuestra ciencia, comparada con la tuya, es ignorancia.
(...)
10
Quienes preguntan: ¿qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra?, ¿no siguen todavía en su antiguo error? Porque si estaba ocioso —dicen ellos— y no hacía cosa alguna, ¿por qué no estuvo así siempre y con­tinuó estando después sin hacer nada, como había es­tado hasta entonces? Porque, si en Dios hubo un movi­miento nuevo y una nueva voluntad para traer a la exis­tencia a una criatura, ¿cómo es posible que en Dios haya una verdadera eternidad naciendo una nueva voluntad que antes no existía?
(...)
12
Responderé ahora a los que preguntan: «¿qué hacía Dios antes de crear el cielo y al tierra?». (...) Me gustaría más responder que no lo sé —porque no lo sé— que salir con una broma que puso en ridículo a quien pre­guntó por cosas tan altas y mereció la alabanza de quien respondió cosas falsas.
Respondo, pues, diciendo que tú, Dios nuestro, eres el Creador de toda criatura. Si, pues, con el nombre de cielo y tierra ha de entenderse toda criatura, entonces afirmo con toda audacia que antes que Dios hiciese el cielo y la tierra no hacía nada. ¿Qué podía hacer sino una criatura, caso de haber algo? Ojalá pudiese yo sa­ber con tanta certeza todo lo que deseo saber útilmente, como sé que ninguna criatura fue hecha antes de que se hiciese criatura alguna.
13
Quizás alguien de mente peregrina pueda divagar a través de las imágenes de los tiempos anteriores a la creación y preguntarse —lleno de admiración por ti, Dios omnipotente y Creador de todo, dueño de todas las cosas del cielo y de la tierra— cómo dejaste pasar innumerables siglos antes de decidirte a obra tan grande. Yo le diré sencillamente que despierte y que advierta que está ad­mirando cosas falsas.
Pues ¿cómo habían de transcurrir innumerables siglos, si todavía no habían sido hechos por ti, autor y creador de los siglos? ¿Podía existir tiempo que no fuese creado por ti? ¿Y si no había existido?, ¿cómo podía pasar? Ahora bien, tú eres el creador del tiempo. Si, pues, hubo un tiempo antes de que hicieras el cielo y la tierra, ¿cómo se puede decir que dejaste de obrar? Luego tú hiciste el tiempo, pues el tiempo no pudo pasar antes de que tú lo hicieras.
Y si antes del cielo y de la tierra no había tiempo, ¿a qué viene preguntar qué hacías entonces? Pues no había entonces, donde no existía el tiempo.
Además, aunque tú eras antes del tiempo, no le pre­cedes en el tiempo. De lo contrario, no serías anterior a todo el tiempo. Precedes a todos los tiempos pasados con la excelencia de tu eternidad siempre presente. Y eres superior a todos los tiempos futuros porque toda­vía están por venir y cuando lleguen ya habrán pasado. Tú, en cambio, eres el mismo y tus años no pasarán[1]. Tus años no van ni vienen. Los nuestros vienen y se van, para que todos se sucedan. Tus años están todos juntos, porque permanecen. Los que van no son excluidos por los que vienen, porque no pasan. Los nuestros, en cam­bio, no habrán sido todos hasta que todos dejen de haber sido. Tus años son un día. Y tu día no es un día coti­diano, sino un hoy. Porque tu hoy no cede al mañana ni sucede al día de ayer. Tu hoy es la eternidad. Y en este día eterno engendraste coeterno a aquel a quien dijiste: Yo te he engendrado hoy[2]. Tú hiciste todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos. Por consiguien­te, no hubo un tiempo en que no había tiempo.
14
El mismo tiempo es obra tuya. No hubo, por tanto, tiempo alguno en que no hicieses nada. Ningún tiempo es coeterno contigo, porque tú no cambias nunca y, si el tiempo no cambiase, ya no sería tiempo.
Pero ¿qué es el tiempo? ¿Quién podrá fácil y breve­mente explicarlo? ¿Quién puede formar idea clara del tiempo para explicarlo después con palabras? Por otra parte, ¿qué cosa más familiar y manida en nuestras con­versaciones que el tiempo? Entendemos muy bien lo que significa esta palabra cuando la empleamos nosotros y también cuando la oímos pronunciar a otros.
¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Pero me atrevo a decir que sé con certeza que si nada pasara no habría tiempo pasado. Y si nada existiera, no habría tiempo presente.
Pero de esos dos tiempos, pasado y futuro, ¿cómo pue­den existir si el pasado ya no es y el futuro no existe todavía? En cuanto al presente, si siempre fuera pre­sente y no se convirtiera en pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Luego, si el presente para ser tiempo es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado, ¿cómo decimos que el presente existe si su razón de ser estriba en dejar de ser? No podemos, pues, decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser.
15
(...)
Vemos así cómo el tiempo presente —el único que hemos demostrado poder llamarse largo— apenas se re­duce al breve espacio de un día. Pero detengámonos a examinar también esto un poco y veremos que ni aun el día es todo él presente. Un día se compone de vein­ticuatro horas entre nocturnas y diurnas. La primera de éstas tiene como futuras a todas las demás, y la última tiene a las anteriores como pasadas. Lógicamente, cual­quiera de las intermedias tiene detrás de ella las pasadas y delante las futuras. Incluso la misma hora está com­puesta de instantes fugaces. Los instantes idos son pasado; los que quedan, futuro.
De hecho, el único tiempo que se puede llamar presen­te es un instante, si por tal concebimos lo que no se puede dividir en fracciones por pequeñas que sean. Y un instante tan corto como éste pasa tan rápidamente del futuro al pasado que su duración es apenas impercepti­ble. Si su duración se prolongara podría dividirse en pasado y futuro. Cuando es presente no tiene duración o extensión. (...) Sólo cuando está pasando, el tiempo puede sentirse y medirse. Una vez pasado, ya no puede, porque no existe.
17
Pregunto, Padre, no afirmo. Asísteme y ayúdame, Dios mío. ¿Quién podrá decirme que no son tres los tiempos —así lo aprendimos de niños y lo enseñamos ahora a los niños—, a saber, pasado, presente y futuro? ¿O dirá que solamente existe uno, el presente, porque los otros dos no existen? ¿O es que existen también el pasado y el futuro, el uno —saliendo de un refugio oculto cuando de futuro se hace presente— y el otro —cuando de pre­sente se hace pasado— escondiéndose en un seno oculto? Porque si el futuro no existe, ¿dónde lo vieron los que predijeron el porvenir? Pues lo que no existe no puede ser visto. Tampoco los que nos cuentan las cosas pasadas podrán decirnos la verdad de las mismas si no las vieran en su alma. Y si no existieran, sería del todo imposible que las vieran. Luego existen las cosas futuras y las pa­sadas.
18
¡Oh Señor, esperanza mía!, déjame que siga investi­gando. Que no se distraiga mi atención.
Quiero saber dónde están el pasado y el futuro, si es que existen. Y aunque no sea capaz de saberlo, sí sé que dondequiera que estén, no están allí como futuro o pasa­do, sino como presente. Si están como futuro todavía no existen, y si como pasado, ya no están allí. Dondequiera que estén y sean lo que sean, no existen sino en cuanto presentes.
Por lo que se refiere a cosas pasadas y verdaderas, ob­sérvese que no son las cosas mismas sucedidas las que se sacan de la memoria. Son más bien las palabras que provocan sus imágenes que dejaron impresa su huella en el alma al pasar a través de los sentidos. Tal es el caso de mi niñez. Ya no existe, pero existe en el tiempo pasa­do, que a su vez no existe. Pero cuando quiero describir y recordar la imagen de mi niñez, la veo en el tiempo presente, pues está todavía en mi memoria.
Lo que ya no sé —lo confieso, Dios mío— es sí se puede aducir causa semejante respecto a la predicción de cosas futuras por medio de imágenes ya existentes que representen las cosas que todavía no existen. Pero sí sé con certeza que muchas veces programamos nuestras futuras acciones. Y sé también que esta programación es presente, a pesar de que la acción programada no exista todavía porque es futura. Comenzará a existir cuando la acometamos y pongamos por obra, porque entonces ya no será futura, sino presente.
Sea como fuere este arcano presentimiento de las cosas futuras, lo cierto es que no se puede ver sino lo que existe. Y lo que ya existe no es futuro, sino presente. Cuando se dice, por ejemplo, que se ven las cosas fu­turas, no son las mismas cosas que aún no existen y que son futuras las que se ven, sino a lo más sus causas o signos, que existen ya. En consecuencia, ya no son fu­turas, sino presentes a los que las ven, y por medio de ellas la mente puede formar un concepto de cosas que todavía son futuras y es así cómo es capaz de predecirlas. Estos conceptos existen ya, y al verlos presentes en su pensamiento, la gente puede predecir los hechos ac­tuales que representan.
Lo explicaré con un ejemplo tomado de la infinita multitud de objetos. Contemplo la aurora, anuncio que va a salir el sol. Lo que veo está presente; lo que anun­cio, futuro. Lo que no es futuro es el sol —que ya exis­te—, sino su nacimiento, que todavía no se ha produ­cido. Pero no podría predecir la salida del sol si no tuviera en mi mente una imagen del mismo, como la que tengo en este momento cuando hablo de él. Ni la aurora, que contemplo en el cielo, es la salida del sol, aunque le preceda. Tampoco lo es la imagen que retengo en mi alma del nacimiento del sol. Tanto la aurora como la salida se ven en el presente; por eso puedo predecir la salida, que es futuro. Las cosas futuras no existen to­davía. Y si no existen todavía es que no existen real­mente. Y si al presente no existen, no se pueden ver de ninguna manera. Pero pueden predecirse por las cosas presentes que realmente existen y por lo mismo pueden verse.
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Lo claro y evidente ahora es que ni existe el futuro ni el pasado. Tampoco se puede decir con exactitud que sean tres los tiempos: pasado, presente y futuro. Habría que decir con más propiedad que hay tres tiempos: un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras. Estas tres cosas existen de algún modo en el alma, pero no veo que existan fuera de ella. El presente de las cosas idas es la memoria. El de las cosas presentes es la percepción o visión. Y el presente de las cosas futuras la espera.
Si se me deja hablar en estos términos, puedo ver los tres tiempos y admito que los tres existen. Podría ha­blarse también de tres tiempos —pasado, presente y fu­turo— como se habla ordinariamente, aunque de manera impropia. Bueno, dejémoslo pasar. Yo no me opondré ni reprenderé a los que hablan así con tal que se entienda bien lo que se dice ni se tenga por existente lo que toda­vía es futuro ni que lo pasado es presente. Pocas son realmente las cosas dichas con propiedad. La mayor parte de forma incorrecta. No obstante, se entiende lo que queremos decir.
21
Acabo de decir que medimos el tiempo cuando pasa. Esto nos permite hablar de un intervalo de tiempo doble en relación a otro tomado como unidad de medida. O que los dos son de igual duración. Y así cosas seme­jantes que se dicen cuando medimos las partes del tiempo.
Decía, pues, que medimos el tiempo según va pa­sando. Y si alguno me pregunta: «¿Cómo lo sabes?», le responderé sencillamente: «Lo sé porque lo medimos.» No podemos medir lo que no existe, y el pasado y el fu­turo no existen.
Pero mientras lo medimos, ¿de dónde viene, por dón­de pasa y adónde va? ¿De dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, sino a través del presente? ¿Adónde, sino al pa­sado? Luego viene de lo que ya no existe, pasa por lo que no tiene duración y se dirige hacia lo que ya no es.
¿Y qué es lo que medimos sino el tiempo en el es­pacio? Porque no hablamos de sencillo, doble, triple o igual refiriéndonos al tiempo, sino a espacios o inter­valos de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo, pues, me­dimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de don­de viene? No, pues lo que no existe todavía no se pue­de medir. ¿Acaso en el presente, por el que está pa­sando? Tampoco, pues no se puede medir lo que no tie­ne duración. ¿Será, quizá, en el pasado, hacia donde se dirige? Tampoco, pues no se puede medir lo que ya no existe.
23
En cierta ocasión oí decir a un hombre sabio que el tiempo no es más que el movimiento del Sol, la Luna y las estrellas, No estoy de acuerdo. ¿No será más bien el tiempo el movimiento de todos los cuerpos? Si se apa­garan las luces del cielo y siguiera dando vueltas la rueda del alfarero, ¿no seguiría habiendo tiempo por el que podríamos contar las vueltas de esa misma rueda? ¿No podríamos decir, ya que tardaba tanto en unas como en otras, que unas veces iba más aprisa que otras, o que unas vueltas tardaban más y otras menos? Y al decir esto, ¿no estamos hablando en el tiempo? ¿Y nuestras palabras ten­drían sílabas largas y breves, sino porque unas tienen más duración y otras menos?
Haz, Señor, que los hombres descubran en lo pequeño los principios comunes a todas las cosas, grandes y pe­queñas. Cierto que los astros y estrellas están puestos en el cielo para señalar las estaciones, los días y los años[3]. De esto no hay duda. Con todo, yo no diría que una vuelta de aquella ruedecilla de alfarero es un día. Ni tampoco —por la misma razón— podría decir que aquella vuelta no es tiempo.
Lo que yo quiero conocer ahora es la esencia y natu­raleza del tiempo con el que medimos el movimiento de los cuerpos, diciendo, por ejemplo, que tal movimiento dura dos veces más que el otro. Por la palabra día en­tendemos no sólo la duración de tiempo que el sol permanece en el cielo sobre la tierra y que da lugar a la dife­rencia entre el día y la noche. Entendemos también todo el recorrido de oriente a occidente, que nos permite de­cir: «Han pasado tantos días», incluyendo en ellos tam­bién las noches, sin contar a éstas como tiempos distin­tos. Mi pregunta es ésta: Si el día se termina con el movimiento del sol y su giro de oriente a oriente, ¿es el día ese movimiento o el tiempo que tarda en hacer ese recorrido o ambas cosas a la vez?
Si un día fuera el movimiento del sol en todo su re­corrido, bastaría que éste tardara solamente el espacio de una hora en hacer su recorrido para haber día. Por otra parte, si el día fuera la duración del tiempo que el sol tarda de hecho en hacer su recorrido, no sería un día si el período entre una salida y otra fuera tan sólo de una hora. En este caso, el sol habría de dar veinticuatro vueltas para completar un día. Si decimos que ambas cosas, entonces —caso de que el sol diese toda su vuelta en el espacio de una hora— el movimiento no podría llamarse día. Como tampoco se llamaría día en el caso de que el sol desapareciese tanto tiempo como el que suele gastar en su recorrido de una mañana a otra.
Pero ahora no es mi pregunta sobre eso que llamamos día. Me pregunto qué es el tiempo con el que medimos el recorrido del sol. Si éste hiciera su carrera en un es­pacio de tiempo de doce horas, diríamos que ha hecho su recorrido en la mitad del tiempo habitual. Caso de comparar ambos tiempos, diríamos que uno es sencillo y otro doble, aun suponiendo que el sol hiciese su re­corrido unas veces de oriente a oriente en veinticuatro horas y otras en doce.
Nadie me diga, pues, que el tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes. Sabemos que el sol se detuvo por mandato de alguien hasta conseguir la victoria en una batalla[4]. Se paró el sol, pero el tiempo siguió pasando. La batalla se prolongó y terminó en el espacio de tiem­po necesario para darse y concluirse.
En consecuencia, veo que el tiempo es una cierta ex­tensión. ¿Lo veo así o me parece verlo? Mi luz y ver­dad, tú me lo mostrarás.
24
¿Me mandas que apruebe a quien afirme que el tiempo es el movimiento del cuerpo? No me lo mandas. Pues te oigo decir que ningún cuerpo se mueve más que en el tiempo. Pero no te oigo decir que el tiempo sea el mo­vimiento de un cuerpo. Cuando se mueve un cuerpo me valgo del tiempo para medir la duración del movimiento del cuerpo, desde que comienza a moverse hasta que acaba. Y si no lo veo comenzar a moverse y sigue movién­dose —ni veo tampoco cuándo acaba— no puedo medir su duración. A no ser que comience a contarla desde que lo vi hasta que dejé de verlo. Si lo vi durante mu­cho tiempo, sólo podré afirmar que se estuvo moviendo por largo rato. Pero nunca podré decir cuánto. No se puede decir «cuánto» sino en relación a otra cosa. Así, por ejemplo: «tanto es esto cuanto aquello», o «esto es doble comparado con aquello». Y otras cosas semejantes.
Pero si pudiésemos comprobar los espacios de los lu­gares de dónde y hacia dónde se dirige el cuerpo en movimiento o sus partes, si se mueve sobre sí mismo como sobre su propio eje, entonces podríamos averiguar cuánto tiempo ha durado el movimiento del cuerpo o de sus partes desde un lugar a otro. Si, por tanto, el mo­vimiento de un cuerpo es distinto a la medida de la du­ración de ese mismo movimiento, ¿quién no deja de ver a cuál de los dos debamos llamar tiempo con más pro­piedad? Porque cuando un cuerpo se mueve —unas ve­ces de una manera y otras de otra— o cuando está para­do, no sólo medimos su movimiento por el tiempo, sino también su estado de reposo. Y decimos: «Estuvo pa­rado tanto como en movimiento» o «estuvo parado el doble o el triple del tiempo que en movimiento». Y así, más o menos, como suele decirse, cualquiera otra circuns­tancia que aprecie o estime nuestra dimensión.
Luego el tiempo no es el movimiento del cuerpo.
25
Te confieso, Señor, que todavía no sé lo que es el tiempo. De la misma manera te confieso que estoy di­ciendo estas cosas en el tiempo, que «ha mucho» que es­toy hablando del tiempo y que este «mucho tiempo» no sería tal si no fuera por la duración del tiempo. ¿Y cómo sé yo esto, si no sé todavía lo que es el tiempo? ¿Será quizá porque no acierto a explicar lo que ya sé? ¡Ay de mí, que ni siquiera sé lo que no sé! En tu presencia estoy, Dios mío, y no miento. Como hablo, así lo siento en mi corazón. Tú eres, Señor, mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas[5]
27
(...)
En ti, alma mía, mido yo el tiempo. No me vengas ahora con que el tiempo es otra cosa. Ni te perturbes por la multitud de tus sensaciones. En ti misma, repito, es donde mido yo el tiempo. Lo que mido es aquella misma sensación impresa por las cosas que pasan y que queda impresa en ti después que han pasado. No mido las que han pasado dejando esa sensación. Al medir el tiempo, mido esa impresión o sensación. Luego, o esta impresión es el tiempo o no mido el tiempo.
¿Y qué sucede cuando medimos el silencio y decimos que tal silencio duró como aquella voz? ¿No extendemos nuestro pensamiento a medida de la voz, como si sonase y así poder determinar algo de las pausas o intervalos de silencio habidos en un espacio de tiempo? Es claro que, sin hablar y abrir la boca, podemos recitar mentalmente poemas, versos y cualquier discurso, así como cualquier clase de movimiento medible. Nos damos cuenta también de la duración del tiempo y de la relación que hay de un tiempo a otro, y lo hacemos del mismo modo que si habláramos de estas cosas o las recitáramos en voz alta.
Pongamos el ejemplo de un hombre que quiere emi­tir un sonido prolongado y decide de antemano la lar­gura de éste. Dicho hombre pensó en silencio, sin duda alguna, el espacio de dicho tiempo y lo encomendó a la memoria. Luego comenzó a emitir aquel sonido hasta los límites prefijados. Ciertamente la voz se oyó y se oirá. Porque la parte de aquella voz que fue pronunciada ya se oyó. La parte que queda se oirá y de esta manera lle­gará a su fin. Mientras tanto, la atención presente del hombre relega el futuro al pasado. De esta manera, el pasado aumenta en la medida que disminuye el futuro, hasta que el futuro quede completamente absorbido y se haga todo pasado.
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¿Pero cómo se disminuye o se absorbe el futuro que todavía no existe? O ¿cómo aumenta el pasado que ya no existe? No por otra razón, sino porque el alma —que regula este proceso— realiza estas tres funciones: espera, atiende y recuerda. El futuro que espera, pasa por el presente —al que está atento— hacia el pasado que re­cuerda.
¿Puede negar alguien que el futuro todavía no existe? Sin embargo, existe en el alma la expectación de futuro. ¿Hay alguien que pueda negar que el pasado ya no exis­te? A pesar de ello, hay todavía en el alma la memoria del pasado. ¿Y quién podrá negar que el presente carece de extensión, pues se da en un punto? Con todo, la atención persiste porque pasa lo que existe a la existencia. No es, por tanto, el futuro lo que es largo. Un futuro largo es la larga expectación del futuro. Tampoco es lar­go el pasado, que ya no existe. Un pasado largo es un largo recuerdo o memoria del pasado.
Supongamos que me dispongo a cantar una canción que aprendí. Antes de comenzar, mi expectación se ex­tiende a toda ella. Pero, una vez comenzada, lo que quito de aquella expectación para el pasado hace extender mi recuerdo en la misma medida. De esta manera se extien­de la vida de esta acción mía en la memoria por lo que acabo de cantar, y en la expectación por lo que todavía me queda por cantar. Pero mi capacidad de atención sigue presente y por ella pasa lo que era futuro para convertirse en pasado. Mientras se repite esto, tanto más se reduce la expectación cuanto más se alarga el recuerdo, hasta que la expectación llegue a reducirse por completo, cuando acabada mi acción pase a la memoria.
Y lo que sucede con la canción completa, sucede asimis­mo con cada una de sus partes y con cada una de sus síla­bas. Y esto mismo sucede con otra acción más larga, de la que esa canción pudiera ser una parte. Y así con toda la vida de los humanos, de la que todas sus acciones son partes. Y así también con toda la historia de la humani­dad, de la que la vida de cada hombre es una parte.
29
(...)
Miraré hacia adelante, olvidándome de todo lo pasado, sin extender mi deseo a las cosas futuras y transitorias, sino estando atento a las que están delante de nosotros. No es la distracción sino la atención la que me lleva en este camino hacia la palma de la vocación de lo alto, donde oiré la voz de tu alabanza[6] y contemplaré tu gozo[7], que no viene ni pasa.




[1] Sal 102,27.
[2] Sal 2,7.
[3] Gn. 1, 14.
[4] Alude a Jos 10,13.
[5] Sal 18,28.
[6] Sal 27,4.
[7] Sal 26,7.