Por Ana María Llamazares
La autora, antropóloga y epistemóloga, es investigadora del Conicet y docente universitaria
Aunque hay meritorios
acercamientos, como el que desde hace más de 20 años ha emprendido el Dalai
Lama con un notable grupo de biólogos e investigadores de la conciencia a
través de las conferencias sobre Mente y Vida, la batalla entre la ciencia y la
religión no ha concluido. Con esa tendencia tan occidental, moderna y
cartesiana de enfrentar las diferentes miradas sobre las cosas como
contrincantes en un cuadrilátero de boxeo, el nuevo gladiador del siglo XXI que
ahora parece dispuesto a dejar a su oponente fuera de combate con los
argumentos aparentemente más irrefutables son las neurociencias.
Una de sus más recientes
especialidades -la neuroteología- viene enarbolando experimentos, estadísticas
y mapeos cerebrales para concluir que todo ese milenario trajín por dirimir si
Dios existe ha quedado finalmente resuelto. Parece que Dios se esconde en
nuestro cerebro y la neurociencia cree haberlo encontrado: lo tiene atrapado
entre los pliegues del cerebro humano. Se acabaron los espaciosos y olímpicos
altares. Ahora le toca mudarse a un monoambiente neuronal.
Desde comienzos del siglo XX se
conoce la relación de los ataques epilépticos con los estados místicos y las
experiencias espirituales.
El filósofo y precursor de la
psicología moderna William James ya da cuenta de esto en su obra liminar Las
variedades de la experiencia religiosa (1901). Con el tiempo, la neurociencia
ha llegado a determinar que durante este tipo de vivencias -incluso en personas
sanas- se activan ciertas zonas neuronales en asociación con el sistema
límbico, centro emocional y mnemotécnico del cerebro. En la década del 90,
neurobiólogos como M. Persinger y V.S. Ramachandran encontraron el punto divino
en los lóbulos temporales. Según la evidencia experimental, la sola enunciación
de palabras como paz, dios, amor y otras parecidas es suficiente para
desencadenar la actividad electromagnética del punto divino. Y las personas
estimuladas de esta manera también demuestran una mayor propensión a la
solidaridad, la cooperación y la creatividad. No es poca cosa semejante
descubrimiento, sobre todo si lo ponemos junto a otros desarrollos recientes de
la biología molecular, como la epigenética, que demuestran el efecto
transformador de las creencias incluso en el retrazado de estructuras como el
ADN, que se creían inconmovibles. Estos conocimientos también han enriquecido
el estudio de los estados ampliados de la conciencia, donde convergen desde la
antropología y el chamanismo hasta la bioquímica, la etnobotánica y la
psicología.
Sin embargo, el uso de los
resultados de estas nuevas disciplinas científicas no siempre parece tan
renovador, especialmente cuando con ellos se pretende dar una explicación
reductiva y concluyente de fenómenos cuya magnitud es, a todas luces, bastante
más compleja. Esto ya lo advertía el mismo William James cuando observaba que
algunos "médicos materialistas", como ya los denominaba, pecaban de
"ingenuidad" al no distinguir el origen y la naturaleza de la
experiencia religiosa de su importancia social, moral y teológica, rebajando el
sentido psicológico y existencial del sentimiento espiritual a una mera
cuestión neurológica.
Ha pasado más de un siglo y mucha
agua bajo el puente de las ciencias contemporáneas. Varias teorías ya
consagradas removieron los fundamentos del materialismo -el supuesto de que la
realidad es sólo materia-, y la crítica epistemológica ha cuestionado
seriamente su método canónico, el racionalismo reduccionista, que supone que la
mejor explicación es la que logra reducir los fenómenos a sus estructuras más
pequeñas. Por eso sorprende ver que algunas de las últimas tendencias de la
neurociencia sigan operando bajo los mismos principios, al tiempo que se
presentan -no sin cierta arrogancia- como de extrema vanguardia.
Dios es sólo una cuestión de
cableado interno de nuestro cerebro, parece sugerir Diego Golombek en su última
obra de divulgación, Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la
espiritualidad y la luz al final de túnel. "Está claro que nuestra
biología trae implícita la tendencia a buscar causas, a ver lo que no
necesariamente está allí, a creer sin reventar. Esto no quiere decir que esa
credulidad sirva para algo, pero desde un punto de vista evolutivo, seguramente
ha conferido alguna ventaja adaptativa." Su estilo descontracturado no lo
exime de una mirada rígidamente pragmática. "Esto alcanza para estar
vivitos y cerebrando -agrega-, ya que somos, en el fondo, una máquina de
supervivencia." Una visión bastante devaluada del ser humano que también
recurre a la lógica tradicional de equiparar la creencia en lo sobrenatural con
la superstición: "Es posible que la tendencia innata a la superstición
esté muy relacionada con la creencia en un dios sobrenatural", sostiene
Golombek. Su conclusión nos deja con un cierto sinsabor, tal vez por su marcado
sesgo reduccionista. "Quizá las creencias en lo sobrenatural sean una
especie de azúcar evolutivo, los restos diurnos del sueño de la
humanidad."
Es un gran avance conocer el
fundamento biológico de las conductas humanas, incluidas las creencias
religiosas, los sentimientos espirituales y la búsqueda de trascendencia.
También es muy significativo que las ciencias naturales se estén formulando
preguntas antes excluidas de su agenda. Esto es un indicio de apertura
conceptual y de la necesidad de los enfoques transdisciplinarios. El problema
se plantea a la hora de interpretar, cuando las conclusiones parecen insistir
en que la realidad es sólo materia y, por tanto, la conciencia y todas sus
facultades son un predecible epifenómeno del cerebro. Claramente, la base
neuronal es una condición necesaria pero no suficiente para comprender la
experiencia espiritual y religiosa en su multidimensionalidad.
Suponer que todo se reduce a una
cuestión de cableado neuronal parece un poco exagerado, pero lo cierto es que
más de una mandíbula cae boquiabierta frente a las posibles aplicaciones de
esta ciencia. Explicar racionalmente que Dios era tan sólo una ilusión de
nuestras mentes desasosegadas, que su presencia es tan antigua y universal porque
significó una ventaja adaptativa en la ancestral lucha por la supervivencia de
la especie, y que por sus demostrables efectos sobre el bienestar de las
personas hasta sería posible "programar" experiencias espirituales
"a la carta", todo esto suena a un nuevo exceso del materialismo, a
secreta ambición de poder. En el mejor de los casos, a otra moda de una
sociedad consumista, desesperada por la falta de sentido existencial, que sólo
se le ocurre seguir llenándose de "cacharros" para tapar ese vacío, como
tan enfáticamente nos decía hace unos días el presidente Mujica.
Mientras tanto, las cifras de la
espiritualidad siguen creciendo (ver nota de Nora Bär en la edición de la
nacion del 21 de noviembre "Las neurociencias de la fe: en busca de
respuestas"), y no parece razonable explicarlo como una mera obstinación
de las creencias. Frente a estas evidencias, la ciencia podría intentar ampliar
sus parámetros cognoscitivos. Es también un deber de los científicos
reflexionar sobre el poder de seducción que ejerce lo que anuncian como una
nueva verdad legitimada por la ciencia. El fundamentalismo es siempre
peligroso, sea religioso o cientificista.
La persistencia de la búsqueda
espiritual es un tema cuya comprensión seguramente requiere la complementación
de más de una mirada. Sólo cuando la ciencia y la espiritualidad se bajen del
ring y se acerquen respetuosamente, con una genuina intención de trascender sus
diferencias, podrán atisbar en conjunto algo de este resistente misterio. Su
aceptación bien puede formar parte de una nueva actitud científica. Para
detenerse reverentemente frente a él sin dejar de impulsar nuestra necesidad de
seguir explorando, pero básicamente para incentivar la búsqueda de sentido,
aquello que nos ha hecho descender de los árboles hace milenios, y no sólo en
busca de comida.
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