miércoles, 11 de noviembre de 2009

Neurociencias y conductas: raíces de la empatía y la moral

Desentrañan claves de la conducta social. Las neurociencias comienzan a dar respuestas a preguntas como por qué lloramos, ayudamos a otros o tenemos gestos altruistas.


Nora Bär
LA NACION, 8 de noviembre de 2009


En “La naranja mecánica”, de Stanley Kubrick, un grupo de jóvenes deambula por la ciudad moliendo a palos a sus víctimas. La escena de ficción, oscura parábola que en 1971 se acercaba a la escalofriante violencia de ciertos hechos de la actualidad, sólo parecía justificable por la imaginación del novelista que diseñó esa trama: Anthony Burgess. Sin embargo, hace un par de años, el neurobiólogo francés Jean Decety descubrió que si les mostraba a adolescentes con problemas de conducta videos de personas golpeadas, se les activaban los circuitos cerebrales de la empatía, pero también los centros del placer...

La agresividad, la empatía, la preocupación por los demás, el altruismo, la ética y la moral son engranajes centrales de la vida de nuestras sociedades. En los últimos años las neurociencias han empezado a desentrañar estos complejos procesos cognitivos que nos vinculan con nuestra familia y nuestros descendientes, y a la sociedad en su conjunto. Algunos de los más destacados protagonistas de esta verdadera "revolución del cerebro" estuvieron días atrás en Buenos Aires en el Simposio Internacional de Neurociencias Cognitivas y Neuropsiquiatría, organizado por el Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco).

"La cognición social procura entender y explicar cómo los pensamientos, las sensaciones y el comportamiento del individuo se ven influidos por la presencia real o imaginaria de otros” -explica Facundo Manes, director de Ineco y del Centro de Neurociencias de la Fundación Favaloro-. Los trabajos realizados en este ámbito son diversos e incluyen paradigmas diferentes; por ejemplo, el reconocimiento de expresiones faciales y el procesamiento de emociones. La teoría de la mente es la capacidad humana de darse cuenta de que otras personas tienen deseos y creencias diferentes de las nuestras y que su comportamiento puede ser explicado en función de ellos. Esta capacidad de reconocer la naturaleza de nuestras creencias y la de los demás es vital para la vida en sociedad y para la transmisión de la cultura.

Según explica Manes, los sustratos neurales que subyacen a estos procesos son poco conocidos, pero las investigaciones están empezando a descubrirlos. Ninguno se asienta en una estructura única, sino en varias áreas del cerebro que actúan integrada y alternadamente. Algo de eso ocurre en la gestación de una conducta moral. "No hay regiones de la mente dedicadas a la moral" -dice Jorge Moll, del Centro para las Neurociencias LABS-D´Or, de Río de Janeiro-. Para cualquier proceso cognitivo se necesita la orquestación de diferentes tipos de conocimiento que trabajan juntos. ¿Cómo emerge el cerebro moral de la interacción entre factores culturales y biológicos? Aunque todavía está en su infancia en este tema, la neurociencia cognitiva tiene algunas respuestas.

Por ejemplo, hay estudios que muestran que pacientes que exhiben daño focalizado en un área del córtex prefrontal tienen déficits en los comportamientos de orgullo, vergüenza y arrepentimiento, y otros que están asociados con dificultades para atribuir intencionalidad.

"Mostramos en personas sanas que las decisiones altruistas, tales como donar dinero a la caridad, activan en nosotros los mismos circuitos cerebrales que ganar dinero -dice Moll-. Es más: detectamos que existe una región específica del cerebro para las donaciones, lo que sugiere que donar dinero, pero no ganarlo para nosotros mismos, está vinculado con las respuestas de cohesión social."

El primer escalón para el comportamiento moral es la empatía. "La chispa de la consideración por los demás", define Jean Decety, editor en jefe del Journal of Social Neuroscience y director del Laboratorio de Neurociencia Cognitiva Social de la Universidad de Chicago. Y agrega: "¿Por qué es tan importante? Porque se la considera la argamasa de la cohesión social, y hay una asociación entre empatía y moral. La experiencia de la empatía nos llea a comportarnos de forma moral. Pero aunque frecuentemente la gente piensa que tener mucha empatía es algo bueno, yo digo que tiene que ser regulada, porque puede agotar nuestros recursos emocionales."

La empatía es la habilidad natural de compartir y apreciar los sentimientos de otros. Es una condición necesaria, pero no suficiente para la compasión. "La primera está centrada en el propio individuo; la segunda está centrada en el otro", dice Decety. Según esta definición, la empatía es neutral; es buena, pero también puede conducir a la crueldad.

Tanto la moral como la empatía son producto de la evolución; las compartimos con casi todos los mamíferos y surgen muy pronto en la vida. A las 18 horas de nacer, si un bebe llora en la nursery, los demás se ponen a llorar. Esa resonancia emocional es innata y abre el camino a la empatía y la moral.

Para desmontar sus componentes, Decety la estudia a partir de la red social del dolor. "¿Por qué lloramos? -se pregunta-. ¿Por qué tenemos que expresar dolor? El dolor es un mecanismo homeostático para mantener el cuerpo en buen estado. Pero a través de la selección natural, el sistema del dolor respalda y motiva la capacidad de cohesión social. Si uno quiere a alguien, se siente mal cuando esa persona sufre."

Decety descubrió que la empatía no siempre nos mueve a actuar, sino que al ver a personas en una situación que les produce dolor, se activan circuitos cerebrales vinculados con el peligro, y la primera reacción es de evitación. Para trabajar con eso diariamente, como les sucede a los médicos, es necesario regular la empatía, y el investigador pudo probar que en ellos bastan estímulos de 2,2 segundos para que se active una región del córtex prefrontal que regula la emoción en la ínsula y la amígdala.

Debido a la plasticidad de nuestro cerebro, tanto nuestro sentido de la empatía como de la moral pueden modificarse frente a las experiencias tempranas, la cultura y la educación. "Los circuitos son innatos, pero también responden a la experiencia personal", afirma Josef Parvizi, de la Universidad de Stanford.

"El abuso social y el abandono pueden alterar las conexiones cerebrales de un niño -dice Moll-. Donde un chico que fue bien cuidado podría mostrar generosidad, otro puede tener sus circuitos guiados por la supervivencia, el dominio. Si uno abandona a los niños en ambientes de violencia, ¿qué obtiene después de 15 años? Un cerebro cableado para la violencia. Esto acrecienta la responsabilidad de la sociedad."

"Por la evolución tenemos sistemas en el cerebro desde el nacimiento que buscan las interacciones sociales -concluye Decety-. Nosotros tratamos de entender por qué nos preocupan los demás, por qué a veces la empatía no funciona o hay problemas entre grupos. Somos todos de la misma especie y no hay forma en que podamos sobrevivir sin los demás."

Antonio Damasio y Antoine Bechara observaron que pacientes con daño en su córtex prefrontal pueden detectar las implicancias de una situación social, pero no tomar decisiones apropiadas. "Mostramos que individuos normales desarrollan respuestas galvánicas, de piel, cuando contemplan una decisión arriesgada, y comienzan a elegir ventajosamente antes de ser conscientes de la mejor estrategia, pero pacientes con daño en el córtex prefrontal se comportan como si fueran insensibles a las consecuencias futuras; se guían por la recompensa inmediata -dijo Bechara-. Este mecanismo podría vincularse con las adicciones."

¿Qué opinás sobre estas investigaciones? Hacé tus comentarios.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Homenaje al maestro: entrevista a Lévi-Strauss

por Octavi Martí


Publicada por Clarín, 22 de mayo de 2005


Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908-2009) no sólo es la principal figura en el mundo de la etnología a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, sino también un extraordinario escritor y un filósofo de primera magnitud, padre de la escuela estructuralista. La presente entrevista fue realizada cuando tenía 97 años. Privilegio de la edad, puede decir y hacer respetar su angustia ante las concentraciones humanas. Se presta de buen grado a la entrevista, un ejercicio en el que se muestra brillante y preciso, apenas un poco impaciente ante la necesidad de tener que precisar por enésima vez lo que, de ser lectores atentos de su obra, ya debiéramos haber comprendido hace mucho tiempo.

Cuando usted estudiaba, el eurocentrismo impregnaba todos los discursos. Hoy el multiculturalismo y el constante elogio del mestizaje cultural son dominantes. ¿Qué impresión le produce esta evolución a alguien que se ha interesado por probar la unidad del género humano a partir del análisis de sociedades como la de los bororos o los caduceos?

Lo que llamamos pensamiento europeo, nuestra civilización, es el fruto de aportaciones que vienen de otras latitudes, que son el resultado del contacto entre los distintos pueblos y culturas del continente pero también de nuestros viajes. Europa siempre ha sido un continente mestizo, por emplear el mismo término. La gran diferencia que hemos visto en el siglo XX es la aceleración de la comunicación. Viajamos más deprisa, lo que antes necesitaba semanas o meses de barco ahora se recorre en unas pocas horas, pero también es cierto que antes salías de un puerto comercial de una vieja ciudad muy activa para llegar a otro de un mundo en construcción, mientras que ahora despegas de un aeropuerto y aterrizas en otro casi idéntico. El mestizaje, la fusión, necesita tiempo, madurar, pero la extraordinaria aceleración del siglo XX no deja tiempo para asimilar las influencias del otro.


¿El famoso mestizaje se hace siempre en detrimento del más débil o, por decirlo de otra manera, es una ideología que encubre otra forma de colonialismo?

Es usted quien lo dice, pero no voy a desmentirle. Su pregunta pone el dedo en una contradicción fundamental. No todo lo que se inscribe en el largo inventario del "patrimonio de la humanidad" se hace por razones puras. La preocupación por los ingresos derivados del flujo turístico juega un gran papel en el comportamiento de los Estados.

La perspectiva de dar cursos de filosofía, cada año el mismo programa, le incitó hace 70 años a irse a São Paulo para dar clases de unas materias de las que no tenía experiencia como la sociología y la etnología. ¿Qué clases daba?

Fui allí a partir de una sugerencia de Paul Nizan. La etnología aún no tenía caladero propio y pescaba en aguas consideradas afines, como era la filosofía. En sociología había leído los trabajos de la escuela de sociología urbana de Chicago que tenían como idea fundamental el tratar la ciudad como un objeto complejo cuyo crecimiento respondía a leyes reconocibles, lo que yo llamo invariables. De São Paulo se decía entonces que era una ciudad peligrosa porque podían darte cita en una esquina que no existía cuando tú llegabas, pero que ya estaba edificada cuando acudía la persona que te había citado. Era la posibilidad de ver crecer una ciudad ante mis ojos, de asistir en cuestión de pocos años, meses y semanas a ese proceso que en Europa había llevado años. En 1935 había una compañía inglesa de ferrocarril que estaba tendiendo una línea nueva en el Estado de Paraná y creaba una ciudad nueva cada 25 o 30 kilómetros. La primera tenía entonces unos 2.000 habitantes y hace poco me invitaron a su cincuentenario y tiene un millón. La segunda ciudad tenía unos pocos centenares de habitantes, la tercera tres decenas y la que entonces era la última del trazado, un solo habitante, un francés que buscaba la aventura. Hice un esbozo de cómo era previsible que fueran a crecer.

¿Y con los alumnos?

Les propuse que hicieran monografías sobre su calle, sobre su barrio, que estudiasen todas esas transformaciones...

Su primer viaje hacia el interior, su encuentro con los bororos, es el fruto de una expedición en tiempo de vacaciones.

Sí. Para un etnólogo con mejor formación que la mía toparse con los bororos era toparse con el paraíso. Se trataba de una sociedad cuya cultura material estaba intacta, en la que seguía existiendo un arte de la pluma extraordinario, tal y como puede verse en la actual exposición del Grand Palais, de París, una sociedad con una organización social compleja y rica, bien distinta de la que descubrí en los nambikwara.

¿En qué momento está usted en situación de sacar conclusiones de esas expediciones?

Lo que de verdad era o podía ser la etnología lo aprendí más tarde, a principios de la década de los cuarenta, en la Biblioteca Pública de Nueva York, después de haber escapado de la Francia de Petain. Ahí, leyendo, completé mi formación de etnólogo. Entremedio ya había conocido a Marcel Mauss y le había hablado de la organización exogámica entre los bororos. Sabe, Mauss, tras una rápida estimación, le había dicho a otro investigador que regresaba de pasar 18 meses en África que, con ese tiempo de experiencia de terreno, tenía material suficiente para 30 años de trabajo de investigación. Sin la guerra y la ocupación alemana mi destino hubiera podido ser otro. En realidad, tras el armisticio, yo quería volver a Brasil pero no me dieron visado.

Usted ha bromeado diciendo que había descubierto el estructuralismo antes de leer...

Es mi madre la que contaba que me había dado cuenta yendo al boulanger (panadero) y al boucher (carnicero) que las primeras letras debían significar bou puesto que eran las mismas para las dos palabras. Más seriamente, el secreto del estructuralismo creo haberlo intuido mientras estaba en el frente, en la línea Maginot, como oficial de enlace que esperaba servir de intérprete a las tropas británicas. Allí, mientras esperábamos una batalla que no comenzaba, pude observar con detalle cómo, detrás del aparente azar de la belleza ondeante de un campo lleno de flores, estaba una organización estricta de cada una de ellas. Luego, en Nueva York, el encuentro con Roman Jakobson fue definitivo. El encuentro con Jakobson me reveló que era estructuralista sin saberlo. Lo que hasta entonces era una intuición confusa y desorganizada, coaguló, se transformó en doctrina. Cuando se estudia una sociedad se comienza por inventariar las diferencias porque los puntos comunes, al menos en un primer momento, pueden ser superficiales, quedarse en la epidermis del fenómeno. Luego, a un nivel más profundo, aparecen lo que yo llamo invariables...

... el tabú del incesto...

Sí, pero lo interesante es que esa obligación exogámica, de buscar pareja fuera del círculo familiar más estrecho, puede tener muchas formas distintas. En el Egipto antiguo se aceptaba el matrimonio entre primos; en otras civilizaciones, en caso de muerte de la esposa es obligado casarse con la hermana; en otras, la regla establece otros grados de parentesco. La invariable, la regla, está en la obligación constante de tener que buscar pareja en otra familia y así constituir sociedad. Si las culturas difieren es porque, dentro de la regla, caben muchas variables. En la naturaleza existen leyes que pueden ser universales y constantes, y si encontramos en la cultura reglas que puedan tener ese mismo carácter universal que las leyes, entonces podemos comprender mejor el paso de la naturaleza a la cultura. Ése es el interés de la prohibición del incesto.

Alguna vez ha responsabilizado a la revuelta de mayo de 1968 de la pérdida de prestigio universitario del estructuralismo.


Al estructuralismo se le reprochó ser antihumanista y eso es parcialmente cierto. Nos han atacado desde dos ángulos, uno epistemológico y el otro moral. Sobre el primero se nos criticaba el no adoptar el punto de vista del filósofo que se libra de una introspección sobre la propia persona, es decir, no adoptar el punto de vista del sujeto, pero esa opción a mí me parece legítima porque se tiene derecho a escoger la distancia que más conviene a cada problema o investigación. A simple vista, por ejemplo, una gota de agua es sólo eso, pero el microscopio puede descubrirnos los organismos que habitan en ella. Nosotros hemos escogido un nivel de ampliación que borra la noción de sujeto, que la disuelve, y estudiamos los mecanismos que funcionan en el interior del pensamiento. Respecto al reproche o crítica desde una perspectiva moral es imposible para un etnólogo no tomar en consideración la destrucción sistemática y monstruosa que los occidentales hemos hecho de las culturas distintas de la nuestra desde, como mínimo, 1492. No es posible separar o aislar esa condena de la destrucción de la sociedad humana de la destrucción de la que hoy son víctimas especies animales y vegetales, y todo eso en nombre de un humanismo que situó al hombre como rey y señor del mundo. La definición que el humanismo clásico hace del hombre es muy estrecha, lo presenta como un ser pensante en vez de tratarlo como un ser viviente y el resultado es que la frontera donde se acaba la humanidad está demasiado cerca del propio hombre, que así ha sido objeto de mil ataques por parte de sus congéneres.

En varias oportunidades se ha declarado más y más afín al escepticismo.

El escepticismo llega con la edad. El espectáculo que ofrece la ciencia contemporánea invita a ello. Durante el siglo XX esa ciencia ha progresado mucho más que en todos los siglos anteriores, una aceleración enorme en la producción de conocimientos y, al mismo tiempo, ese progreso vertiginoso nos abre abismos cada vez más insondables, cada descubrimiento nos plantea 10 enigmas, de manera que el esfuerzo humano está abocado al fracaso. Pero está bien que sea así.
Podés acceder al video de otra entrevista, realizada en 1972: entrá a la sección "videofilosofía - pensamiento contemporáneo".
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