domingo, 4 de diciembre de 2011

Mythos y Logos en el mundo griego


Por Ricardo López
Instituto de Comunicación.
Universidad de Chile. Octubre de 2002.



La cultura griega descubrió la razón que permite el intercambio entre los hombres, convirtiendo a la argumentación, la discusión y el diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la búsqueda del conocimiento y el establecimiento de las relaciones políticas. Con la aparición de la polis toma forma un sistema que hace posible la superioridad de la palabra por sobre las restantes formas del poder interpersonal, al punto que ésta llega a ser la herramienta superior de la influencia. Las leyes del pensamiento fueron observadas tempranamente en la antigua Grecia, y posteriormente expresadas y codificadas por distintos filósofos. Grecia es para el filósofo Jorge Millas esencialmente la iniciadora de la idea y de la experiencia de una cultura racional. Una cultura creada libremente por hombres situados con una mirada consciente y crítica hacia las tradiciones, pero sin desprenderse necesariamente de ellas.


La historia de la filosofía asigna principalmente a Tales el mérito de introducir en la mente griega la vocación por la razón, que será responsable de crear una fuerte desconfianza en las narraciones del mito e iniciar nuevas formas de pensar y explicar. No siempre es fácil establecer la partida de nacimiento de un fenómeno tan complejo, pero este caso es distinto. Estamos en condiciones de fijar el lugar, el período y los padres de la razón griega. A principios del siglo VI, en la ciudad de Mileto, en Jonia, primero Tales y luego Anaximandro y Anaxímenes, inauguran un modo de reflexión desembarazada de cualquier alusión a fuerzas sobrenaturales, provocada por el asombro y a partir de preguntas.

Estos son los pensadores con los que por primera vez el mundo que nos rodea, su origen y su orden, es representado explícitamente como un problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de la experiencia y del pensamiento. Una respuesta sin misterio, expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades primordiales son reemplazadas por elementos de la naturaleza dotados de gran poder, y caracterizados como fuerzas imperecederas que a semejanza de los dioses poseen un extenso margen de acción. A diferencia de ellos, sin embargo, estas fuerzas concebidas en términos abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra voluntad. Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que requiere ser defendido, incluso justificado, no ya un regalo de origen superior sino el producto del esfuerzo humano, quedando instaladas de este modo las bases de la ciencia. (…)

No han faltado, con todo, esfuerzos por explicar el surgimiento de la filosofía dirigiendo la mirada hacia factores específicos. En el período anterior al siglo VI se producen notables cambios sociales y tecnológicos en algunas ricas ciudades costeras de Asia Menor, interconectadas por medio del comercio con antiguas civilizaciones del oriente próximo. Mileto en particular se encontraba en la cima de su desarrollo político, económico e intelectual. Entre estos cambios se cuenta la creación del calendario, el uso de la moneda, el alfabeto fonético, los avances en la navegación y el incremento del intercambio comercial, cuya consecuencia indirecta habría sido liberar la mente de sus amarras convencionales. Es improbable que un acontecimiento espiritual de semejante envergadura pueda ser explicado en virtud de algún reduccionismo, por bien fundado que se encuentre, aun cuando nada impide reconocer la influencia de cualquier factor particular. Se trata de un fenómeno de particular complejidad, multidimensional, que seguramente mantendrá una cuota de misterio. (…)

Los griegos no carecen de explicaciones antes de Tales. Bajo la forma del mito se dispone de un poderoso recurso para desentrañar el origen de los fenómenos. La mitología es a la vez una estructura de pensamiento y un sistema simbólico. Como tal describe, explica y ofrece soluciones, articula y organiza la experiencia. Se trata de un relato, de modo que si el mito resuelve problemas éstos no han sido planteados como tales. Apelando siempre a una autoridad, el mito se autovalida, se asienta en una base sólida, indiscutida, en la tradición heredada, en los antiguos o en los dioses. No se divulga para ser debatido, y no necesita el sustento de una argumentación razonada. Ordena el mundo y está allí para ser aceptado.

El poeta Hesíodo, nacido en Boecia, hacia el siglo VII, nos dejó dos extensos poemas titulados Teogonía y Los Trabajos y los Días. Según su relato fue inspirado por las musas, las compañeras de Apolo, hijas de Zeus y la Memoria, quienes le revelaron la verdad y le indicaron lo que ha sido, lo que es y lo que será. También Homero, mucho antes, atribuye sus creaciones a alguna divinidad. En el comienzo de la Ilíada menciona a la diosa y en la Odisea a la musa, en cada caso como responsables de sus versos. Grandes creadores que sin embargo no se perciben como tales, sino como instrumentos de fuerzas superiores.

Lo contrario ocurre cuando alguien apoyado en su propia razón aspira a ofrecer una explicación o proponer una interpretación. Una respuesta construida desde la propia actividad intelectual, por definición se obliga a proponer un discurso racional sobre bases radicalmente distintas. La clave está en el fundamento, construido con coherencia y de preferencia con tino. Cada propuesta ahora debe estar dispuesta a la crítica y al debate. Finalmente, sólo en el diálogo se puede establecer su legitimidad. Se consagra el valor de la pregunta, con su carga de provocación, y el derecho a la búsqueda personal. Tucídides, por ejemplo ya no refiere a las musas, y al comienzo de su obra se nombrará como escritor.

En un sentido fundamental, surge la figura del filósofo como alguien que cultiva una actitud inquieta e interrogante frente al mundo, encarnando al mismo tiempo el poder de la especulación. Alguien que no repite simplemente lo que se dice, sino que pone su nombre cuando afirma o niega, asumiendo siempre la responsabilidad de defender lo dicho. El filósofo aspira a comprender el mundo y a comprenderse a sí mismo mediante el conocimiento, al que concibe como una obra individual, algo que se construye pacientemente. Anaxágoras hacia el siglo V propone una formula para resumir esta materia: Todas las cosas estaban juntas, después llegó la inteligencia y las ordenó. Cualquier diferencia entre un discurso y otro, entre distintas maneras de ordenar las cosas, expresa una contradicción que naturalmente provee la materia prima del diálogo, en el cual únicamente valen los argumentos y no la apelación a la autoridad. Werner Jaeger interpreta que la filosofía representa la suprema etapa de una nueva confianza en sí mismo por parte del hombre, bajo cuyos cimientos yace vencido un salvaje ejército de fuerzas tenebrosas. (…)

En el comienzo no hay oposición, el mito es la palabra formulada y por tanto pertenece al ámbito del logos, esto es, al universo de lo que se dice. Cualquier narración o parlamento equivale originalmente a un mito, el término no toma todavía el sentido de lo fabuloso o no verificable que le se impondrá gradualmente a partir de la nueva filosofía jonia. Logos primero es palabra y es discurso, pero terminará representando la razón. Progresivamente a medida que ya no designa sólo lo que se dice, sino más bien la palabra persuasiva cuando se dirige a una inteligencia racional, porque apela a lo verdadero, se establece una oposición entre ambas. Por una parte el logos como la palabra o el discurso racional, originando a su vez la palabra lógica, y el mito como algo ajeno a lo real y fuera de la racionalidad. Mito y logos tendrán por mucho tiempo, desde Tales y por lo menos durante el período clásico, una relación incierta y ambigua, de cercanía y distancia.

Es curioso advertir que la escritura no sobrevive al período micénico, y que los griegos necesitan redescubrirla hacia el siglo VIII tomándola de los fenicios. Es ahora una escritura fonética y definitivamente tiene otro carácter. Deja de ser la secreta especialidad de una clase de escribas al alero del poder, destinada a producir los archivos del rey, para convertirse en el instrumento que permite extender el conocimiento, y poner al alcance de todos las reflexiones sobre los distintos aspectos de la vida social y política.

El surgimiento y rápida extensión de la escritura favorecen la oposición entre mito y logos. La palabra escrita trae un nuevo pensamiento, que desplaza gradualmente todo el ambiente creado en torno a la oralidad. En el período clásico distintas manifestaciones literarias, que van desde discursos de oradores, tratados de medicina y gastronomía, hasta obras de historia, poesía trágica y ciertamente de filosofía, dan forma y ahondan estas diferencias. Teniendo como sede principal la ciudad de Atenas, en todos estos discursos escritos el logos se convierte en sinónimo de una argumentación racional, y en tensión permanente con el mito. (…)


Un aspecto decisivo de este proceso se despliega precisamente con la aparición de la polis. El surgimiento de la polis griega, reconocible con certeza a partir del siglo VII, es un acontecimiento de hondo impacto. Nombrada comúnmente como ciudad-estado, representa en la Hélade un verdadero cosmos social, la suma de todas las cosas divinas y humanas, tal como lo expresa Werner Jaeger. La vida social adquiere dimensiones hasta ese momento desconocidas. La polis encarna un sistema que afirma y hace posible la superioridad de la palabra por sobre las restantes formas del poder interpersonal, al punto que ésta llega a ser la herramienta de influencia por excelencia, la mejor manifestación de la autoridad intelectual, y la clave para el ejercicio del poder político y los derechos ciudadanos. En este ambiente surgen los sofistas, maestros errantes que inauguran el hábito de exigir honorarios por sus lecciones, llevando la enseñanza de la retórica, el arte de persuadir, hasta la cumbre de sus posibilidades. (…)

En la polis la palabra no es una formula cerrada, misteriosa, que reclama obediencia, sino la materia prima del debate, del intercambio ciudadano. La polis hace posible la máxima extensión de todos los aspectos de la vida espiritual y social. La cultura griega, en particular en Atenas, se desarrolla generando un círculo cada vez más amplio en el que muchos más quedan integrados. Sin duda una transformación profunda: el conocimiento y las formas del pensar son llevados a la plaza pública. Es Sócrates, en estas condiciones, quien introduce el diálogo, incorporando la presencia activa del oyente. Al decir de Gastón Gómez Lasa, es el logos que echa a andar un nuevo logos, no forzosamente la repetición mecánica del logos escuchado.

El diálogo es un intercambio entre hombres libres a partir de preguntas y respuestas. Para Sócrates es el método que permite desarrollar el pensamiento y establecer el valor de la razón. A partir del diálogo se despliega la reflexión filosófica desde una pregunta inicial avanzando cada vez hacia nuevos niveles de complejidad y precisión. De acuerdo con Aristóteles, debemos a Sócrates el pensamiento inductivo y la definición universal. Tal confianza tiene el maestro en los alcances de la razón, que llega a asimilar el bien con el conocimiento y el mal con la ignorancia. En su mejor sentido, por tanto, conocer el bien es de inmediato ponerlo en práctica. Inversamente, hacer el mal sólo se explica y justifica por la ignorancia. Es en el pensamiento socrático en donde más claramente se observa la filosofía como una forma de vida guiada por la reflexión racional. (…)

El hombre puede construir su mundo sobre la base de sus propias posibilidades. No son los dioses, ni alguna autoridad externa superior, las fuerzas responsables de su destino. Las bases de la democracia están instaladas, y es en la Atenas clásica en donde esta forma de gobierno vivirá sus mayores contrastes, desde el intercambio simétrico entre ricos y pobres, la expresión libre de las opiniones, la participación activa en los asuntos públicos, como cuestiones religiosas, de seguridad pública o suministro de alimentos, hasta la aparición de la corrupción, la simulación y la intriga. La democracia, tal como la encontramos especialmente en tiempos de Pericles, es sin duda la expresión imperfecta de un intento de acuerdo para llevar los asuntos de la comunidad. Lo que se manifiesta es una obra humana, que se comprende mejor desde la razón y no desde la inspiración divina o una concepción estática de la verdad heredada. En adelante el orden social y la acción política aparecen como soluciones humanas y por tanto constantemente expuestas a nuevas transformaciones. Es en Atenas, en estas condiciones, en donde Peithó, la persuasión, elevada a la categoría de divinidad, tendrá su despliegue más llamativo, en contraste con Esparta, en donde el poder de Phobos, el temor, será el eje de la estabilidad social.

Es Atenas en donde las representaciones de las obras trágicas propondrán las preguntas más molestas para el sentido común, sometiendo a examen distintos aspectos de la vida pública, y examinando las profundidades del alma humana. Los orígenes de la tragedia están ligados a los festivales en homenaje a Dionisos, pero en su expresión madura ya no guarda semejanza con ningún culto. Atenas organizaba periódicamente concursos de tragedias que duraban tres días completos, cada uno asignado a un autor que presentaba tres tragedias encadenadas bajo la forma de una trilogía. Esquilo, Sófocles y Eurípides dominaron todo el siglo V, escribiendo en total unas trescientas obras de las cuales conocemos treinta y dos. La tragedia toma sus contenidos del mito, pero no para repetirlos sino para recrearlos y someterlos a examen. Tal vez como pretexto para debatir los temas que inquietan a la polis, como la justicia, el poder, la guerra, el crimen, la culpa o el castigo.

Los espectadores de la tragedia, hombres y mujeres, incluso jóvenes, están frente a la acción, pero fuera de ella. Si bien las emociones están presentes con gran fuerza, esta separación abre otras perspectivas a la mirada y al pensamiento, creando nuevas formas de conciencia y autoconciencia. Lo que hasta ese momento había sido privilegio de los dioses, ahora entra también a la condición humana: ser lejano espectador de los sufrimientos y conflictos de la vida humana, en la expresión de Charles Segal. La tragedia da una forma concreta a la experiencia intelectual que origina la razón, cuando los primeros filósofos jonios, llevados por el asombro que les provoca el espectáculo de la naturaleza, se separan de su objeto para comprenderlo mejor. Ver desde la distancia abre una nueva relación con las cosas, el ojo toma el control y posibilita una nueva experiencia mediada por el conocimiento. Conocer es una forma de ver. Ver y saber tienen para los griegos la misma raíz, como la tienen espectáculo y especulación, o contemplación y teoría. Del mismo modo, la palabra crítica deriva de krites, que significa juez, esto es, una persona que juzga desde fuera conforme a un criterio. El sujeto que conoce es alguien que observa lo que antes era desconocido.

Será igualmente Atenas la polis que verá florecer la última gran expresión de la racionalidad filosófica del período clásico con Aristóteles, en donde encontramos una ligazón explícita entre ejercicio del pensamiento y ética. La vida dedicada a la búsqueda del conocimiento y al cultivo del pensamiento como imperativos éticos que conducen a la felicidad.

Tras este largo y sinuoso proceso, pensar con lógica se convierte en el sello del comportamiento intelectual en la cultura occidental. En un sentido amplio, racionalidad es la palabra con la que designamos una modalidad del pensar que obtiene su legitimidad de leyes o principios universalmente aceptados. Desde este momento, el pensamiento se despliega conforme a principios lógicos que le otorgan carta de validez frente a cualquier interlocutor. Se trata de un pensamiento determinado por exigencias absolutas, pero siempre legítimo aunque pueda ser discutido.

La cultura griega inventó la razón que permite el intercambio entre los hombres. Esto es, aquella razón que con el lenguaje puede actuar sobre los hombres, definir las relaciones, construir un sentido de carácter interpersonal. Jorge Millas recurre a dos nociones para resumir la contribución de la cultura griega. La primera es la noción de cosmos, que expresa la idea de que la variedad de los fenómenos naturales constituye un todo ordenado, sometido a una regularidad, en donde cada cosa tiene un lugar. La noción de justicia, en segundo lugar, que fundamentalmente se refiere a la idea de orden aplicada al universo social, y según la cual también hay una racionalidad en el mundo de los valores aplicados a las relaciones entre los hombres. Desde luego, en el mundo de los hombres la polis es la depositaria privilegiada de estas dos concepciones.

Pero este tránsito de lo mítico a lo lógico, de un modo de vivir en el cual domina la implicación y la palabra remite a imágenes, a otro en que la palabra establece la distancia y nombra conceptos, supone un paso complejo que conlleva algunos potenciales sesgos y excesos. Con todo, es bueno tener en cuenta que la cultura griega no llegó nunca a ser enteramente racional. Paradojalmente, sus prácticas cotidianas se mantuvieron siempre traspasadas de religiosidad, y el mito no dejó de ser narrado tanto con fines educativos como rituales en todos los ámbitos de la polis. Los griegos no llegaron a confrontar de un modo radical el mundo divino con el humano. No se presenta como un dilema definir si la acción del hombre es el resultado de la voluntad o de una intervención divina, ambas cosas son ciertas para ellos, dice Rodríguez Adrados. La interpretación más común, que presenta a la cultura griega completamente dominada por la racionalidad y la lógica, surge de considerar de preferencia ciertas fuentes filosóficas y desconocer el valor de otro tipo de fuentes, especialmente históricas.

Contrariamente a una cierta interpretación de sentido común, la religiosidad griega fue muy profunda y arraigada en el quehacer cotidiano. La tentación de suponer que todos estos procesos de construcción de la racionalidad, se explican debido a la debilidad o insuficiente grado de desarrollo de la religión, es infundada. Una de las características de la polis es que no conoce la distinción entre lo sagrado y lo profano. La religiosidad, de hecho, impregna cada uno de sus gestos y movimientos, ya sea el inicio de una guerra, la fundación de una colonia, una asamblea, un simposio, un matrimonio o un contrato, todo se hará bajo la protección de una divinidad. Ningún ciudadano o habitante de la polis, poblada de templos e iconos, está al margen de las numerosas actividades de culto: procesiones, cánticos, danzas, coros, juegos y certámenes.

Se trata, sin embargo, de una religiosidad singular. Los principales ritos sagrados no requieren en modo alguno de intermediarios. No existe un texto único, ni un grupo privilegiado de intérpretes o unos guardianes de la fe. No hay en la Hélade escritura sagrada, ni revelación, ni dogma, ni iglesia, ni sacerdotes, ni milagros. Creer en los dioses, participar en las grandes fiestas en su homenaje, peregrinar hacia los templos, respetar los oráculos, decir las plegarias y hacer las libaciones correspondientes, no son actividades reñidas con la posibilidad de pensar con un sentido propio y opinar desde sí mismo. Los habitantes de la polis miran de frente a sus dioses, en la oración están de pie, no arrodillados, con los brazos elevados y las palmas hacia arriba. Jean-Pierre Vernant dice que los hombres dependen de la divinidad y están a su servicio, porque sin su consentimiento nada puede realizarse en el mundo terreno, pero servicio no significa servidumbre.

Los dioses pertenecen al mundo cotidiano, pero no se ha creado un conocimiento de lo divino, la creencia no se instala en una estructura doctrinal. En este sentido, el terreno está despejado para nuevas búsquedas, aún al margen del culto, sin provocar necesariamente conflictos de poder o competencia.

Podría pensarse que este recorrido cumplido en la cultura griega, desde el imperio de las fuerzas sobrenaturales hasta el pensamiento libre e independiente, contiene ya el germen del exceso que va a elevar a la razón al plano de la capacidad humana primordial. Los elementos irracionales jamás desaparecieron de la cultura griega, como lo ha destacado E. R. Dodds, quien sostiene que los filósofos creadores del primer racionalismo occidental fueron profunda e imaginativamente conscientes del poder, el misterio y el peligro de lo irracional. Del mismo modo, Wilhelm Nestle afirma que no encontramos ningún otro pueblo en donde se manifieste un mayor equilibrio de la fantasía y el entendimiento, de la capacidad de creación plástica con la capacidad de abstracción. Un sentido de la proporción, que de acuerdo a su análisis, los libró tanto de un intelectualismo seco y estéril cuanto de una degeneración de la fantasía en monstruosidad. La especulación filosófica griega aspiraba a apropiarse de la totalidad de la existencia, y no propicia todavía fracturas tajantes como las que se producirán después entre ciencia y religión, por ejemplo. Werner Jaeger sostiene que los griegos no conocieron en absoluto semejantes reinos autónomos del espíritu


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