Por Nora Bär
La Nación, 21 de noviembre de 2014
¿Por qué es el ser y no más bien la nada? La pregunta
fundacional de la metafísica expresa una angustia existencial que precede a la
civilización y es germen de mitos y religiones desde los albores de la
humanidad.
Los antropólogos registran evidencias de que ya hace
160.000 años los Neandertales enterraban intencionalmente a sus muertos, lo que
sugeriría que ya existía un pensamiento (¿o sentimiento?) religioso o
mitológico de un "más allá". Desde el punto de vista evolutivo, Franz
de Waal, el célebre primatólogo, afirma incluso que en nuestros ancestros
evolutivos ya se advierten signos de empatía, colaboración y ciertas normas
sociales que podrían considerarse precursores de la moral humana, que antecedió
al surgimiento de la religión.
Desde entonces hasta hoy, el mito y la religión se
encuentran en todas las culturas a partir de una noción de lo sobrenatural y lo
ritual, un pensamiento moral y una serie de verdades sagradas. Semejante
universalidad no podía dejar de atraer el interés de los científicos. Entre
otras disciplinas, las neurociencias se sienten particularmente interpeladas
por el desafío de comprenderla, ya que muchos de los indicios que logran reunir
sobre el funcionamiento del cerebro aportan evidencias que orientan la
interpretación de fenómenos vinculados con las creencias y las experiencias
místicas.
Entre muchos otros, Michael Shermer en The Believing
Brain ("El cerebro que cree", Robinson, 2011), Andrew Newberg y
Eugene D'Aquili en Why God Won't Go Away. Brain science
and the biology of belief ("Por qué Dios no se irá. La ciencia del cerebro y la biología
de las creencias", Random House, 2001) o el científico holandés D. F.
Swaab, en Somos nuestro cerebro: cómo pensamos, sufrimos y amamos (Plataforma,
2014) plantean hipótesis provocativas a partir de experimentos que alumbran los
engranajes internos de la mente. Se podría decir que prospera un subgénero de
obras de popularización de la ciencia dedicadas a explicar la fe.
Sin ánimo de confrontar, en su último libro, Las
neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz
al final del túnel (Siglo XXI), que se presenta mañana a las 16.45 en el teatro
Margarita Xirgu, el brillante Diego Golombek hace una revisión del estado de
las investigaciones con la curiosidad de quien busca explicaciones racionales a
fenómenos que desafían la razón y escribe:
A lo largo de la historia, la ciencia se metió con la
religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia. La de
ellas ha sido una relación cambiante, nunca sencilla: tu casa o la mía, cama
afuera, convivencia pacífica, la guerra de los Roses. Y con tantas posiciones
como participantes; desde aquellos que defendieron la creencia como base de
todo conocimiento hasta los que negaron cualquier tipo de contubernio entre
estos contrincantes, pasando por quienes aprobaron la posibilidad de una serena
coexistencia. [.] En estos tiempos, está de moda hablar de ciencia versus
religión como forma de proclamar una guerra ganada con argumentos irrebatibles.
[...] ¿Por qué no referirse a una ciencia de la religión en lugar del consabido
versus?
Golombek, que se considera ateo, cuenta que decidió
escribir esta obra para "compartir explicaciones científicas de las
experiencias cotidianas [y] mostrar cómo la neurociencia nos ayuda a
entendernos".
Para Swaab, la pregunta más interesante acerca de la
religión no es si Dios existe, sino por qué tantas personas son religiosas:
Hay alrededor de 10.000 diferentes religiones, cada
una de las cuales está convencida de que la suya es la única Verdad y que sólo
ellos la poseen. [.] Alrededor del 64% de la población mundial pertenece al
catolicismo, protestantismo, islamismo o hinduismo. Durante muchos años, el
comunismo era la única creencia permitida en China [.]. Pero en 2007, un tercio
de los chinos de más de 16 años dijeron que eran religiosos. Dado que esa cifra
viene de un diario controlado por el Estado, el China Daily, el número
verdadero de creyentes es probablemente más alto. Alrededor del 95% de los
norteamericanos creen en Dios, el 90% reza, el 82% cree en los milagros, más
del 70%, en la vida después de la muerte.
En la Argentina, el doctor Fortunato Mallimacci, ex
decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, investigador del Conicet
y docente del seminario Sociedad y Religión, hizo un atlas de religiones en el
país, el primero desde 1960, cuando el Censo Nacional de Población preguntó
sobre esta temática. Hace medio siglo, más del 90% se identificaban con el
catolicismo. Hoy, este culto sigue siendo mayoría: es la religión que profesa
el 76% de las población; un 11% dice ser agnóstico o ateo, y el 11,3%,
evangélico. En el estudio de Mallimacci, el 61% dijo que se relacionaba con
Dios por su propia cuenta, sin mediación institucional. A este grupo, el
científico lo cataloga como "cuentapropistas religiosos".
Según un estudio de Marita Carballo de 2005, hoy son
casi 3000 los grupos religiosos inscriptos en la Secretaría de Culto de la
Nación. Y a pesar de que hay quienes suponen que el avance de la ciencia y la
tecnología destierran la religiosidad, las estadísticas sobre este punto son
controvertidas. El estudio de Carballo sugiere que, por el contrario, ésta iría
en aumento: en 1984 el 62 % de los argentinos se consideraban personas
religiosas; en 1991, el 70%; seis años después, el 79% y, en 1999, el 81%. La
misma tendencia mostraban quienes opinaban que la religión era muy importante
en su vida: pasaron del 40 al 55% entre 1991 y 1999.
Sin embargo, un estudio del Centro de Investigaciones
Pew dado a conocer la semana última por el Buenos Aires Herald describe un
panorama algo diferente: el número de argentinos que se reconocen como
católicos, según este trabajo realizado en toda América Latina entre 2013 y
2014, habría caído un 20% desde 1970, mientras aumentaba el protestantismo
evangélico y la población no afiliada a ninguna religión organizada. Los
argentinos se encontrarían en el extremo inferior de las estadísticas en
términos de cuán importante es la religión en sus vidas, con sólo un 43% que la
consideran "muy importante".
Pero más allá de los números, lo cierto es que una
gran mayoría comparte la creencia en lo sobrenatural, las preocupaciones por la
vida después de la muerte y diversos ritos religiosos. Para la mentalidad
científica, debe haber una explicación detrás de semejante coincidencia.
"Los códigos morales, las creencias en lo sobrenatural, las preocupaciones
por la muerte y el más allá, o los ritos religiosos son globales, geográfica e
históricamente hablando", dice Golombek.
La universalidad de las creencias religiosas es
llamativa. Tanto, que una corriente de las neurociencias considera que éstas
podrían tomar forma a partir de fenómenos emergentes de la mente, como la
atribución de intencionalidad al mundo inanimado, que está presente incluso en
bebés, y la tendencia a encontrar patrones en acontecimientos que se producen
por azar. La religión también podría generarse a partir de necesidades sociales
y morales que, al favorecer la cohesión, habrían otorgado ventajas evolutivas a
los grupos humanos.
Incluso hay hipótesis que se basan en argumentos
estrictamente bioquímicos. Andrés Canales-Johnson, investigador argentino que
trabaja en la Universidad de Cambridge, en Gran Bretaña, dice:
"Independientemente de si el contenido de una religión en particular es cierto
o no (por ejemplo, si existe o no Alá, Thor o Yahvé), el hecho es que el
fenómeno religioso (la descripción de experiencias místicas o trascendentes) ha
sido parte de nuestra especie desde sus inicios. Por ejemplo, aunque nadie
tiene evidencia acerca de las historias que sustentan sus respectivas
religiones, cerca del 85% de los seres humanos se describen a sí mismos como
religiosos. Por lo tanto, no estamos lidiando con un fenómeno aislado o casual.
Es por esto que muchos investigadores se han interesado por esta tremenda
irrealidad que, fenomenológicamente hablando, representa más bien una realidad
para muchas personas (en el mundo, por caso, la gente dona más dinero a sus
instituciones religiosas que a cualquier otra institución de la comunidad). El
fenómeno religioso es, entonces, un fenómeno que amerita explicación
científica".
¿Cuál sería esta explicación para Canales-Johnson?
"Bueno, se ha sugerido que [la religión es un hecho] causado por el
cerebro. Es, por así decirlo, una secreción del cerebro. El cerebro es el
órgano que lo recibe, lo integra en las redes asociadas con la personalidad y
luego con aquellas vinculadas con la estructura social. El argumento
neurobiológico es que el cerebro genera la experiencia religiosa, y a su vez la
consume, mediante la secreción de neuroquímicos. Por ejemplo, el antropólogo
Lionel Tiger, de la Universidad Rutgers, y el psiquiatra Michael McGuire, de la
Universidad de California en Los Ángeles, han sugerido que la serotonina, un
neurotransmisor químico, estaría implicada en un circuito cuyo resultado final
es el hacernos sentir bien y cuyo mediador sería precisamente la práctica
activa de alguna religión. La secreción de serotonina en primates se asocia con
el alto estatus, que a su vez está asociado con sentirse bien. En cambio,
cuando los niveles de serotonina disminuyen, el cerebro comienza a secretar
hormonas tales como la cortisona, que se asocia con bajo estatus y con el
sentimiento general de 'bajón'."
Y más adelante agrega:
"El argumento de Tiger y
McGuire se resume en que la práctica constante de una religión, cumplir con una
ceremonia religiosa durante los fines de semana (por ejemplo, ir a misa los
domingos por la mañana) representaría una forma simple de hacer que nuestro
cerebro secrete niveles de serotonina suficientes para hacernos sentir bien y
reconfortados por un tiempo determinado. Sin embargo, este efecto de 'alto
estatus' y de bienestar no es permanente y tiende a disminuir, ya sea por el
estrés de la vida diaria o por acciones que, dentro del marco de una
determinada religión, son concebidas como malas o negativas (haber pecado
durante la noche del viernes). Esta 'baja de estatus' con la consecuente
disminución de la serotonina sería la que hace que el cerebro quiera seguir
consumiendo religión para volver a sentirse bien. En resumen, la religión,
concebida desde la neuroquímica del cerebro, verdaderamente representa el 'opio
de los pueblos'."
Otros investigadores atribuyen su masividad a los
genes. El controvertido Dean Hamer, que estuvo en la Argentina en 1998 (LA
NACION publicó una entrevista que recogía en el título la muy discutible
aseveración de que "todo es genético"), afirma que venimos
"programados" para crear mitos fundacionales y religiones. Hamer, ex
director de la Unidad de Estructura y Regulación Genéticas del Instituto del
Cáncer de Estados Unidos, creyó haber identificado uno de esos genes que nos
predisponen a cierto nivel de espiritualidad. En su libro El gen de Dios (La
Esfera de los Libros, 2006), que Golombek comenta en la obra de reciente
aparición, afirma que éste codifica para una proteína, la VMAT2 (vesicular
monoamine transporter 2), crucial para muchas funciones cerebrales.
Basándose en estudios de genética del comportamiento,
neurobiológicos y psicológicos, Hamer argumenta que la espiritualidad puede ser
cuantificada, que la tendencia a ser más o menos religioso es parcialmente
heredable, que parte de esa heredabilidad puede ser atribuida a dicho gen y que
la selección natural favorece a los individuos más espirituales porque les
otorga un sentido del optimismo que los afecta positivamente, tanto en el nivel
físico como psicológico. Más allá de las exageraciones de Hamer, estudios en
gemelos parecen indicar que la espiritualidad que predispone a los sentimientos
religiosos está genéticamente determinada en un 50%. Swaab, por su parte,
afirma:
La religión es la forma local que se da a nuestros
sentimientos espirituales . El ambiente en el que crecemos hace que la religión
de nuestros padres se imprima en nuestros circuitos cerebrales durante el
desarrollo temprano, de forma similar a como lo hace el lenguaje. Mensajeros
químicos, como la serotonina, afectan hasta qué grado somos espirituales: el
número de receptores a este neurotransmisor en el cerebro se correlacionan con
grados de espiritualidad. Y sustancias que afectan a esta hormona, como el LSD,
la mescalina (obtenida del peyote) y la psicolicibina (de los hongos mágicos)
pueden generar experiencias místicas y espirituales.
Precisamente, el físico y neurocientífico argentino
Enzo Tagliazucchi, que trabaja en la Universidad Goethe, de Fráncfort, acaba de
publicar un trabajo en Human Brain Mapping en el que explica el efecto de los
"hongos mágicos" y su sustancia activa, la psilocibina. Usando datos
de resonancias magnéticas de voluntarios que habían recibido una dosis de la
droga, Tagliazucchi y colegas comprobaron que su actividad cerebral muestra
similitudes con una etapa del sueño llamada REM (siglas en inglés de "movimiento
ocular rápido").
"La activación de regiones del lóbulo temporal y
en particular del sistema límbico se asocian fuertemente con un estado
seudoonírico y de disociación con la realidad -explica Tagliazucchi-. El
sistema límbico se encarga, entre varias cosas, de procesar emociones,
consolidar recuerdos y poner nuestro contexto en un marco autobiográfico.
Cuando se hacen experimentos de neuroimágenes en sujetos durante el sueño REM,
se observa más actividad cerebral en el sistema límbico, que es lo mismo que
nosotros vimos en los sujetos que habían tomado psilocibina. La relación es
aparentemente causal: pacientes con epilepsia en los cuales se ve actividad
cerebral anormal en el sistema límbico también refieren un 'estado de ensueño'
(tienen algo así como una especie de 'doble conciencia', porque no dejan de
percibir su realidad actual, pero adicionalmente, se sienten envueltos en una
realidad onírica). Si en una cirugía para remover un foco epiléptico el
cirujano estimula eléctricamente áreas del lóbulo temporal y el sistema
límbico, el paciente puede referir sensaciones oníricas y de disociación con la
realidad. Todo esto es evidencia de que la actividad cerebral en estas zonas se
correlaciona en un sentido amplio con la 'sensación de soñar'."
Según el científico, esto no quiere decir que los
sujetos estén soñando activamente. Más bien tienen la sensación de que lo que
están viviendo pertenece a un sueño, pero sin perder completamente el contacto
con la realidad. Una situación que favorece mucho las experiencias de tipo
religioso porque es un estado en el cual se suprime relativamente la búsqueda
de explicaciones racionales a lo que uno percibe.
"Los correlatos neuronales de las experiencias
religiosas -afirma Tagliazucchi- abarcan áreas cerebrales del sistema límbico
que se solapan con las involucradas en el sueño, el estado psicódelico y la
epilepsia, entre otras." Estado de ensueño quiere decir que tienen la
fuerte sensación de vivir en un sueño, pero el contenido que la persona atribuye
a sus visiones surge de una interpretación de lo que vive. "Si le das
hongos a alguien en el contexto correcto, se facilita la generación de
experiencias religiosas -explica el científico-, como en el experimento clásico
de Marsh Chapel, realizado en la capilla de la Universidad de Boston."
Allí, un estudiante graduado en teología, Walter
Pahnke, bajo la supervisión de Timothy Leary y en el marco del Proyecto
Psilocibina de Harvard, administró la droga antes del Viernes Santo a
estudiantes voluntarios de la Divinity School, mientras un grupo control
recibía como placebo una gran dosis de niacina, que produce cambios
fisiológicos. Casi todos los del grupo que había consumido psilocibina
informaron luego haber experimentado profundas experiencias religiosas.
En The Believing Brain, Shermer es incluso más
categórico. Argumenta que "el cerebro es una máquina de creer". Y no
sólo en la existencia de un Dios, sino también en alienígenas, en
conspiraciones, en ideas políticas, en la vida después de la muerte, en
visiones. Shermer menciona una encuesta norteamericana de 2009 según la cual el
60% cree en demonios, el 42% en fantasmas, el 32% en ovnis, el 26% en la
astrología, el 23% en las brujas y el 20% en la reencarnación. En otra de 2006,
realizada por el Reader's Digest, el 43% de los encuestados afirmaron que
podían leer los pensamientos de otras personas, más de la mitad dijeron haber
tenido una premonición de algo que luego ocurrió, más de dos tercios aseguraron
que podían "sentir" cuando alguien los estaba mirando y el 62%, que
podía saber quién llamaba antes de atender el teléfono. Shermer escribe:
A partir de datos de los sentidos, el cerebro
naturalmente comienza a buscar y encontrar patrones, y luego los llena de
contenido. Al primer proceso lo llamo 'patronicidad' [patternicity]: la
tendencia a encontrar patrones significativos en datos con y sin sentido. Al
segundo proceso lo llamo 'agencialidad' [agenticity]: la tendencia a atribuir
sentido, intención y agencia a los patrones. No podemos evitarlo. Nuestros
cerebros evolucionaron para conectar los puntos de nuestro mundo en patrones
con significado que explican por qué suceden las cosas. Estos patrones de
significado se transforman en creencias y estas creencias dan forma a nuestra
interpretación de la realidad. [...] Una vez que las creencias están
establecidas, el cerebro empieza a buscar evidencia que las respalde.
A propósito, un experimento realizado por Olaf Blanke
y colegas en la Escuela Politécnica de Lausana, en Suiza, que se dio a conocer hace
unos días, ofrece un ejemplo palpable de cómo nuestro cerebro puede engañarnos.
Un grupo pequeño de voluntarios con los ojos tapados realizó movimientos con
sus manos enfrente de su cuerpo mientras un brazo robótico hacía los mismos
movimientos y los tocaba en la espalda. Cuando se retrasaban los movimientos
del robot en unos 500 milisegundos, los participantes aseguraban ver fantasmas
a su alrededor y sentir que el dedo robótico que los tocaba pertenecía a una
presencia invisible.
Para algunos participantes la experiencia fue tan
inquietante que incluso pidieron que se detuviera el experimento. Los
investigadores sugirieron que esto ilustra cómo los "fantasmas" están
en nuestra propia mente y pueden surgir de señales confusas o disonantes para
el cerebro, algo que ocurre cuando éste pierde el sentido de la posición del
propio cuerpo por causas físicas, psíquicas o de estrés extremo.
Entre otras múltiples hipótesis, "una de las más
rumiadas en los pasillos de la ciencia de la religión es la tendencia innata a
ver patrones regulares o intencionales aun allí donde no los hay -coincide
Golombek-. La naturaleza no tiene intenciones, ni moral ni propósitos: somos
nosotros quienes vemos espejos humanizantes por todos lados". Y agrega:
"Hay una famosa película animada con figuras geométricas que se mueven e
inmediatamente generan en el público la idea de intencionalidad: el cuadrado es
malo porque quiere empujar al círculo, que trata de tener un affaire con el
triángulo. ¡y no son más que figuras sobre un plano! Esto incluso funciona con
puntos que se mueven: por motivos que no resultan del todo evidentes, algunos
nos resultarán más simpáticos que otros".
Otro enfoque explica la persistencia de las creencias
religiosas por una necesidad natural de identificación con el grupo de
pertenencia. Se atribuye un protagonismo especial en esta propensión a un
sistema del cerebro conformado por las "neuronas espejo", que se
activan tanto cuando un individuo actúa como cuando la misma acción es
realizada por otro. Muchos investigadores creen que estas neuronas son
importantes para entender las acciones e intenciones de los demás, y que son la
base de la empatía. Sin embargo, el mecanismo de las neuronas espejo está
comenzando a recibir críticas importantes.
Agustín Ibáñez, investigador del Conicet, del
Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco) y de la Fundación Favaloro,
comenta:
"La crítica más reciente es la de Gregory Hickok, en The Myth of
the Mirror Neurons ("El mito de las neuronas espejo", W.W. Norton
& Company, 2014). Para mí, el principal problema que tiene es que las
neuronas espejo sólo responden a la observación y la ejecución; es decir, sólo
se activan ante procesos cognitivos, pero no hay nada que haga suponer un
mecanismo causal. Toda la evidencia apunta a que son más bien un efecto de la
imitación, la intersubjetividad, el lenguaje, la empatía, y no la causa de
todos ellos. En mi opinión, los atributos de la empatía, la imitación (¿la
conducta afiliativa de la religión, tal vez?) ocurre en la mente de quien lo
piensa, no en los datos: éstos sólo muestran coactivación de esas neuronas ante
la ejecución o la observación".
Ibáñez también advierte que hay que tomar con cautela
las conclusiones obtenidas a partir de las neuroimágenes:
"Sólo estamos
empezando a entender cómo trabaja orquestadamente el cerebro. Que un área se
prenda o se active no nos dice mucho en sí mismo acerca de los procesos que
ocurren en dicha activación. Y algo más técnico: aunque todavía no está claro,
la activación [que registra] la resonancia magnética funcional al parecer
implica la actividad excitatoria e inhibitoria del cerebro sumadas. Por ende,
tal vez tendemos a pensar que cuando un área se activa es un proceso unitario,
mientras que podría tratarse de procesos diferentes, e incluso, en ciertas
condiciones, opuestos".
Las neuronas de Dios analiza exhaustivamente éstas y
otras explicaciones sobre la religión y la espiritualidad, pero no da
respuestas sobre la existencia de Dios.
"Seguramente todos somos creyentes
al menos en una etapa de la vida, y esto es parte de lo que se trata en el
libro -confiesa Golombek-. Si bien mi familia cercana no era muy practicante,
sí observábamos las festividades religiosas, sobre todo como una excusa para
los encuentros familiares. Tuve una educación religiosa 'de fin de semana',
pero con un objetivo más social que religioso. Mis abuelos sí eran observantes;
de hecho, mi abuelo paterno fue maestro de religión cuando emigró a Entre
Ríos."
El autor e investigador, que como parte de la experiencia
de escribir sobre este tema probó la ayahuasca (aunque aclara que no logró una
comunicación con Dios), afirma que más allá de los argumentos científicos
considera muy respetable la posición del creyente. Pero, advierte,
"cuando
se quiere mezclar [la fe] con ideas científicas, la cosa no puede terminar
bien, ya que las bases íntimas de la religión y las de la ciencia son
diametralmente opuestas; una se mueve por la fe y la otra por la evidencia.
Además, está claro que en una eventual confrontación no podría haber un
ganador: la religión ofrece certezas; la ciencia, dudas; la religión propone
explicaciones sobrenaturales; la ciencia se contenta con lo fantástica que es
la naturaleza".
Entonces, ¿para qué este libro?
"No pretendo
evangelizar, pero sí promover preguntas sobre por qué hacemos lo que hacemos, o
creemos lo que creemos -contesta-. Aunque después sigamos creyendo, siempre es
bueno poder analizar racionalmente nuestro comportamiento. Por otro lado, es
deseable ejercitar el pensamiento racional como alternativa a las
supersticiones y las seudociencias."
El desafío del cerebro de comprenderse a sí mismo es,
fuera de toda duda, una de las aventuras más formidables que se haya planteado
la humanidad. Pero a pesar de notables avances, sólo está en sus inicios. Como
dice el propio Golombek:
"La ciencia no puede dar cabida a la totalidad de
la experiencia humana".
Al menos por ahora.
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