viernes, 12 de diciembre de 2014

Neurociencias y espiritualidad. Dios no vive sólo en el cerebro.

Contra lo que parecen sostener ciertas tendencias en boga, la base neuronal es condición necesaria pero no suficiente para entender la experiencia religiosa.

Por Ana María Llamazares
La autora, antropóloga y epistemóloga, es investigadora del Conicet y docente universitaria

Publicado en La Nación, 12 de diciembre de 2014. 

Aunque hay meritorios acercamientos, como el que desde hace más de 20 años ha emprendido el Dalai Lama con un notable grupo de biólogos e investigadores de la conciencia a través de las conferencias sobre Mente y Vida, la batalla entre la ciencia y la religión no ha concluido. Con esa tendencia tan occidental, moderna y cartesiana de enfrentar las diferentes miradas sobre las cosas como contrincantes en un cuadrilátero de boxeo, el nuevo gladiador del siglo XXI que ahora parece dispuesto a dejar a su oponente fuera de combate con los argumentos aparentemente más irrefutables son las neurociencias.

Una de sus más recientes especialidades -la neuroteología- viene enarbolando experimentos, estadísticas y mapeos cerebrales para concluir que todo ese milenario trajín por dirimir si Dios existe ha quedado finalmente resuelto. Parece que Dios se esconde en nuestro cerebro y la neurociencia cree haberlo encontrado: lo tiene atrapado entre los pliegues del cerebro humano. Se acabaron los espaciosos y olímpicos altares. Ahora le toca mudarse a un monoambiente neuronal.

Desde comienzos del siglo XX se conoce la relación de los ataques epilépticos con los estados místicos y las experiencias espirituales.

El filósofo y precursor de la psicología moderna William James ya da cuenta de esto en su obra liminar Las variedades de la experiencia religiosa (1901). Con el tiempo, la neurociencia ha llegado a determinar que durante este tipo de vivencias -incluso en personas sanas- se activan ciertas zonas neuronales en asociación con el sistema límbico, centro emocional y mnemotécnico del cerebro. En la década del 90, neurobiólogos como M. Persinger y V.S. Ramachandran encontraron el punto divino en los lóbulos temporales. Según la evidencia experimental, la sola enunciación de palabras como paz, dios, amor y otras parecidas es suficiente para desencadenar la actividad electromagnética del punto divino. Y las personas estimuladas de esta manera también demuestran una mayor propensión a la solidaridad, la cooperación y la creatividad. No es poca cosa semejante descubrimiento, sobre todo si lo ponemos junto a otros desarrollos recientes de la biología molecular, como la epigenética, que demuestran el efecto transformador de las creencias incluso en el retrazado de estructuras como el ADN, que se creían inconmovibles. Estos conocimientos también han enriquecido el estudio de los estados ampliados de la conciencia, donde convergen desde la antropología y el chamanismo hasta la bioquímica, la etnobotánica y la psicología.

Sin embargo, el uso de los resultados de estas nuevas disciplinas científicas no siempre parece tan renovador, especialmente cuando con ellos se pretende dar una explicación reductiva y concluyente de fenómenos cuya magnitud es, a todas luces, bastante más compleja. Esto ya lo advertía el mismo William James cuando observaba que algunos "médicos materialistas", como ya los denominaba, pecaban de "ingenuidad" al no distinguir el origen y la naturaleza de la experiencia religiosa de su importancia social, moral y teológica, rebajando el sentido psicológico y existencial del sentimiento espiritual a una mera cuestión neurológica.

Ha pasado más de un siglo y mucha agua bajo el puente de las ciencias contemporáneas. Varias teorías ya consagradas removieron los fundamentos del materialismo -el supuesto de que la realidad es sólo materia-, y la crítica epistemológica ha cuestionado seriamente su método canónico, el racionalismo reduccionista, que supone que la mejor explicación es la que logra reducir los fenómenos a sus estructuras más pequeñas. Por eso sorprende ver que algunas de las últimas tendencias de la neurociencia sigan operando bajo los mismos principios, al tiempo que se presentan -no sin cierta arrogancia- como de extrema vanguardia.

Dios es sólo una cuestión de cableado interno de nuestro cerebro, parece sugerir Diego Golombek en su última obra de divulgación, Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final de túnel. "Está claro que nuestra biología trae implícita la tendencia a buscar causas, a ver lo que no necesariamente está allí, a creer sin reventar. Esto no quiere decir que esa credulidad sirva para algo, pero desde un punto de vista evolutivo, seguramente ha conferido alguna ventaja adaptativa." Su estilo descontracturado no lo exime de una mirada rígidamente pragmática. "Esto alcanza para estar vivitos y cerebrando -agrega-, ya que somos, en el fondo, una máquina de supervivencia." Una visión bastante devaluada del ser humano que también recurre a la lógica tradicional de equiparar la creencia en lo sobrenatural con la superstición: "Es posible que la tendencia innata a la superstición esté muy relacionada con la creencia en un dios sobrenatural", sostiene Golombek. Su conclusión nos deja con un cierto sinsabor, tal vez por su marcado sesgo reduccionista. "Quizá las creencias en lo sobrenatural sean una especie de azúcar evolutivo, los restos diurnos del sueño de la humanidad."

Es un gran avance conocer el fundamento biológico de las conductas humanas, incluidas las creencias religiosas, los sentimientos espirituales y la búsqueda de trascendencia. También es muy significativo que las ciencias naturales se estén formulando preguntas antes excluidas de su agenda. Esto es un indicio de apertura conceptual y de la necesidad de los enfoques transdisciplinarios. El problema se plantea a la hora de interpretar, cuando las conclusiones parecen insistir en que la realidad es sólo materia y, por tanto, la conciencia y todas sus facultades son un predecible epifenómeno del cerebro. Claramente, la base neuronal es una condición necesaria pero no suficiente para comprender la experiencia espiritual y religiosa en su multidimensionalidad.

Suponer que todo se reduce a una cuestión de cableado neuronal parece un poco exagerado, pero lo cierto es que más de una mandíbula cae boquiabierta frente a las posibles aplicaciones de esta ciencia. Explicar racionalmente que Dios era tan sólo una ilusión de nuestras mentes desasosegadas, que su presencia es tan antigua y universal porque significó una ventaja adaptativa en la ancestral lucha por la supervivencia de la especie, y que por sus demostrables efectos sobre el bienestar de las personas hasta sería posible "programar" experiencias espirituales "a la carta", todo esto suena a un nuevo exceso del materialismo, a secreta ambición de poder. En el mejor de los casos, a otra moda de una sociedad consumista, desesperada por la falta de sentido existencial, que sólo se le ocurre seguir llenándose de "cacharros" para tapar ese vacío, como tan enfáticamente nos decía hace unos días el presidente Mujica.

Mientras tanto, las cifras de la espiritualidad siguen creciendo (ver nota de Nora Bär en la edición de la nacion del 21 de noviembre "Las neurociencias de la fe: en busca de respuestas"), y no parece razonable explicarlo como una mera obstinación de las creencias. Frente a estas evidencias, la ciencia podría intentar ampliar sus parámetros cognoscitivos. Es también un deber de los científicos reflexionar sobre el poder de seducción que ejerce lo que anuncian como una nueva verdad legitimada por la ciencia. El fundamentalismo es siempre peligroso, sea religioso o cientificista.

La persistencia de la búsqueda espiritual es un tema cuya comprensión seguramente requiere la complementación de más de una mirada. Sólo cuando la ciencia y la espiritualidad se bajen del ring y se acerquen respetuosamente, con una genuina intención de trascender sus diferencias, podrán atisbar en conjunto algo de este resistente misterio. Su aceptación bien puede formar parte de una nueva actitud científica. Para detenerse reverentemente frente a él sin dejar de impulsar nuestra necesidad de seguir explorando, pero básicamente para incentivar la búsqueda de sentido, aquello que nos ha hecho descender de los árboles hace milenios, y no sólo en busca de comida.

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viernes, 21 de noviembre de 2014

Las neurociencias de la fe: en busca de respuestas


Por Nora Bär
 
La Nación, 21 de noviembre de 2014
¿Por qué es el ser y no más bien la nada? La pregunta fundacional de la metafísica expresa una angustia existencial que precede a la civilización y es germen de mitos y religiones desde los albores de la humanidad.
Los antropólogos registran evidencias de que ya hace 160.000 años los Neandertales enterraban intencionalmente a sus muertos, lo que sugeriría que ya existía un pensamiento (¿o sentimiento?) religioso o mitológico de un "más allá". Desde el punto de vista evolutivo, Franz de Waal, el célebre primatólogo, afirma incluso que en nuestros ancestros evolutivos ya se advierten signos de empatía, colaboración y ciertas normas sociales que podrían considerarse precursores de la moral humana, que antecedió al surgimiento de la religión.

Desde entonces hasta hoy, el mito y la religión se encuentran en todas las culturas a partir de una noción de lo sobrenatural y lo ritual, un pensamiento moral y una serie de verdades sagradas. Semejante universalidad no podía dejar de atraer el interés de los científicos. Entre otras disciplinas, las neurociencias se sienten particularmente interpeladas por el desafío de comprenderla, ya que muchos de los indicios que logran reunir sobre el funcionamiento del cerebro aportan evidencias que orientan la interpretación de fenómenos vinculados con las creencias y las experiencias místicas.

Entre muchos otros, Michael Shermer en The Believing Brain ("El cerebro que cree", Robinson, 2011), Andrew Newberg y Eugene D'Aquili en Why God Won't Go Away. Brain science and the biology of belief ("Por qué Dios no se irá. La ciencia del cerebro y la biología de las creencias", Random House, 2001) o el científico holandés D. F. Swaab, en Somos nuestro cerebro: cómo pensamos, sufrimos y amamos (Plataforma, 2014) plantean hipótesis provocativas a partir de experimentos que alumbran los engranajes internos de la mente. Se podría decir que prospera un subgénero de obras de popularización de la ciencia dedicadas a explicar la fe.
 
Sin ánimo de confrontar, en su último libro, Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel (Siglo XXI), que se presenta mañana a las 16.45 en el teatro Margarita Xirgu, el brillante Diego Golombek hace una revisión del estado de las investigaciones con la curiosidad de quien busca explicaciones racionales a fenómenos que desafían la razón y escribe:
 
A lo largo de la historia, la ciencia se metió con la religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia. La de ellas ha sido una relación cambiante, nunca sencilla: tu casa o la mía, cama afuera, convivencia pacífica, la guerra de los Roses. Y con tantas posiciones como participantes; desde aquellos que defendieron la creencia como base de todo conocimiento hasta los que negaron cualquier tipo de contubernio entre estos contrincantes, pasando por quienes aprobaron la posibilidad de una serena coexistencia. [.] En estos tiempos, está de moda hablar de ciencia versus religión como forma de proclamar una guerra ganada con argumentos irrebatibles. [...] ¿Por qué no referirse a una ciencia de la religión en lugar del consabido versus?
 
Golombek, que se considera ateo, cuenta que decidió escribir esta obra para "compartir explicaciones científicas de las experiencias cotidianas [y] mostrar cómo la neurociencia nos ayuda a entendernos".

Para Swaab, la pregunta más interesante acerca de la religión no es si Dios existe, sino por qué tantas personas son religiosas:
 
Hay alrededor de 10.000 diferentes religiones, cada una de las cuales está convencida de que la suya es la única Verdad y que sólo ellos la poseen. [.] Alrededor del 64% de la población mundial pertenece al catolicismo, protestantismo, islamismo o hinduismo. Durante muchos años, el comunismo era la única creencia permitida en China [.]. Pero en 2007, un tercio de los chinos de más de 16 años dijeron que eran religiosos. Dado que esa cifra viene de un diario controlado por el Estado, el China Daily, el número verdadero de creyentes es probablemente más alto. Alrededor del 95% de los norteamericanos creen en Dios, el 90% reza, el 82% cree en los milagros, más del 70%, en la vida después de la muerte.

En la Argentina, el doctor Fortunato Mallimacci, ex decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, investigador del Conicet y docente del seminario Sociedad y Religión, hizo un atlas de religiones en el país, el primero desde 1960, cuando el Censo Nacional de Población preguntó sobre esta temática. Hace medio siglo, más del 90% se identificaban con el catolicismo. Hoy, este culto sigue siendo mayoría: es la religión que profesa el 76% de las población; un 11% dice ser agnóstico o ateo, y el 11,3%, evangélico. En el estudio de Mallimacci, el 61% dijo que se relacionaba con Dios por su propia cuenta, sin mediación institucional. A este grupo, el científico lo cataloga como "cuentapropistas religiosos".
 
Según un estudio de Marita Carballo de 2005, hoy son casi 3000 los grupos religiosos inscriptos en la Secretaría de Culto de la Nación. Y a pesar de que hay quienes suponen que el avance de la ciencia y la tecnología destierran la religiosidad, las estadísticas sobre este punto son controvertidas. El estudio de Carballo sugiere que, por el contrario, ésta iría en aumento: en 1984 el 62 % de los argentinos se consideraban personas religiosas; en 1991, el 70%; seis años después, el 79% y, en 1999, el 81%. La misma tendencia mostraban quienes opinaban que la religión era muy importante en su vida: pasaron del 40 al 55% entre 1991 y 1999.
 
Sin embargo, un estudio del Centro de Investigaciones Pew dado a conocer la semana última por el Buenos Aires Herald describe un panorama algo diferente: el número de argentinos que se reconocen como católicos, según este trabajo realizado en toda América Latina entre 2013 y 2014, habría caído un 20% desde 1970, mientras aumentaba el protestantismo evangélico y la población no afiliada a ninguna religión organizada. Los argentinos se encontrarían en el extremo inferior de las estadísticas en términos de cuán importante es la religión en sus vidas, con sólo un 43% que la consideran "muy importante".

Pero más allá de los números, lo cierto es que una gran mayoría comparte la creencia en lo sobrenatural, las preocupaciones por la vida después de la muerte y diversos ritos religiosos. Para la mentalidad científica, debe haber una explicación detrás de semejante coincidencia. "Los códigos morales, las creencias en lo sobrenatural, las preocupaciones por la muerte y el más allá, o los ritos religiosos son globales, geográfica e históricamente hablando", dice Golombek.
 
La universalidad de las creencias religiosas es llamativa. Tanto, que una corriente de las neurociencias considera que éstas podrían tomar forma a partir de fenómenos emergentes de la mente, como la atribución de intencionalidad al mundo inanimado, que está presente incluso en bebés, y la tendencia a encontrar patrones en acontecimientos que se producen por azar. La religión también podría generarse a partir de necesidades sociales y morales que, al favorecer la cohesión, habrían otorgado ventajas evolutivas a los grupos humanos.

Incluso hay hipótesis que se basan en argumentos estrictamente bioquímicos. Andrés Canales-Johnson, investigador argentino que trabaja en la Universidad de Cambridge, en Gran Bretaña, dice:

"Independientemente de si el contenido de una religión en particular es cierto o no (por ejemplo, si existe o no Alá, Thor o Yahvé), el hecho es que el fenómeno religioso (la descripción de experiencias místicas o trascendentes) ha sido parte de nuestra especie desde sus inicios. Por ejemplo, aunque nadie tiene evidencia acerca de las historias que sustentan sus respectivas religiones, cerca del 85% de los seres humanos se describen a sí mismos como religiosos. Por lo tanto, no estamos lidiando con un fenómeno aislado o casual. Es por esto que muchos investigadores se han interesado por esta tremenda irrealidad que, fenomenológicamente hablando, representa más bien una realidad para muchas personas (en el mundo, por caso, la gente dona más dinero a sus instituciones religiosas que a cualquier otra institución de la comunidad). El fenómeno religioso es, entonces, un fenómeno que amerita explicación científica".

¿Cuál sería esta explicación para Canales-Johnson?

"Bueno, se ha sugerido que [la religión es un hecho] causado por el cerebro. Es, por así decirlo, una secreción del cerebro. El cerebro es el órgano que lo recibe, lo integra en las redes asociadas con la personalidad y luego con aquellas vinculadas con la estructura social. El argumento neurobiológico es que el cerebro genera la experiencia religiosa, y a su vez la consume, mediante la secreción de neuroquímicos. Por ejemplo, el antropólogo Lionel Tiger, de la Universidad Rutgers, y el psiquiatra Michael McGuire, de la Universidad de California en Los Ángeles, han sugerido que la serotonina, un neurotransmisor químico, estaría implicada en un circuito cuyo resultado final es el hacernos sentir bien y cuyo mediador sería precisamente la práctica activa de alguna religión. La secreción de serotonina en primates se asocia con el alto estatus, que a su vez está asociado con sentirse bien. En cambio, cuando los niveles de serotonina disminuyen, el cerebro comienza a secretar hormonas tales como la cortisona, que se asocia con bajo estatus y con el sentimiento general de 'bajón'."

Y más adelante agrega: 

"El argumento de Tiger y McGuire se resume en que la práctica constante de una religión, cumplir con una ceremonia religiosa durante los fines de semana (por ejemplo, ir a misa los domingos por la mañana) representaría una forma simple de hacer que nuestro cerebro secrete niveles de serotonina suficientes para hacernos sentir bien y reconfortados por un tiempo determinado. Sin embargo, este efecto de 'alto estatus' y de bienestar no es permanente y tiende a disminuir, ya sea por el estrés de la vida diaria o por acciones que, dentro del marco de una determinada religión, son concebidas como malas o negativas (haber pecado durante la noche del viernes). Esta 'baja de estatus' con la consecuente disminución de la serotonina sería la que hace que el cerebro quiera seguir consumiendo religión para volver a sentirse bien. En resumen, la religión, concebida desde la neuroquímica del cerebro, verdaderamente representa el 'opio de los pueblos'."

Otros investigadores atribuyen su masividad a los genes. El controvertido Dean Hamer, que estuvo en la Argentina en 1998 (LA NACION publicó una entrevista que recogía en el título la muy discutible aseveración de que "todo es genético"), afirma que venimos "programados" para crear mitos fundacionales y religiones. Hamer, ex director de la Unidad de Estructura y Regulación Genéticas del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, creyó haber identificado uno de esos genes que nos predisponen a cierto nivel de espiritualidad. En su libro El gen de Dios (La Esfera de los Libros, 2006), que Golombek comenta en la obra de reciente aparición, afirma que éste codifica para una proteína, la VMAT2 (vesicular monoamine transporter 2), crucial para muchas funciones cerebrales.

Basándose en estudios de genética del comportamiento, neurobiológicos y psicológicos, Hamer argumenta que la espiritualidad puede ser cuantificada, que la tendencia a ser más o menos religioso es parcialmente heredable, que parte de esa heredabilidad puede ser atribuida a dicho gen y que la selección natural favorece a los individuos más espirituales porque les otorga un sentido del optimismo que los afecta positivamente, tanto en el nivel físico como psicológico. Más allá de las exageraciones de Hamer, estudios en gemelos parecen indicar que la espiritualidad que predispone a los sentimientos religiosos está genéticamente determinada en un 50%. Swaab, por su parte, afirma:
 
La religión es la forma local que se da a nuestros sentimientos espirituales . El ambiente en el que crecemos hace que la religión de nuestros padres se imprima en nuestros circuitos cerebrales durante el desarrollo temprano, de forma similar a como lo hace el lenguaje. Mensajeros químicos, como la serotonina, afectan hasta qué grado somos espirituales: el número de receptores a este neurotransmisor en el cerebro se correlacionan con grados de espiritualidad. Y sustancias que afectan a esta hormona, como el LSD, la mescalina (obtenida del peyote) y la psicolicibina (de los hongos mágicos) pueden generar experiencias místicas y espirituales.

Precisamente, el físico y neurocientífico argentino Enzo Tagliazucchi, que trabaja en la Universidad Goethe, de Fráncfort, acaba de publicar un trabajo en Human Brain Mapping en el que explica el efecto de los "hongos mágicos" y su sustancia activa, la psilocibina. Usando datos de resonancias magnéticas de voluntarios que habían recibido una dosis de la droga, Tagliazucchi y colegas comprobaron que su actividad cerebral muestra similitudes con una etapa del sueño llamada REM (siglas en inglés de "movimiento ocular rápido").

"La activación de regiones del lóbulo temporal y en particular del sistema límbico se asocian fuertemente con un estado seudoonírico y de disociación con la realidad -explica Tagliazucchi-. El sistema límbico se encarga, entre varias cosas, de procesar emociones, consolidar recuerdos y poner nuestro contexto en un marco autobiográfico. Cuando se hacen experimentos de neuroimágenes en sujetos durante el sueño REM, se observa más actividad cerebral en el sistema límbico, que es lo mismo que nosotros vimos en los sujetos que habían tomado psilocibina. La relación es aparentemente causal: pacientes con epilepsia en los cuales se ve actividad cerebral anormal en el sistema límbico también refieren un 'estado de ensueño' (tienen algo así como una especie de 'doble conciencia', porque no dejan de percibir su realidad actual, pero adicionalmente, se sienten envueltos en una realidad onírica). Si en una cirugía para remover un foco epiléptico el cirujano estimula eléctricamente áreas del lóbulo temporal y el sistema límbico, el paciente puede referir sensaciones oníricas y de disociación con la realidad. Todo esto es evidencia de que la actividad cerebral en estas zonas se correlaciona en un sentido amplio con la 'sensación de soñar'."

Según el científico, esto no quiere decir que los sujetos estén soñando activamente. Más bien tienen la sensación de que lo que están viviendo pertenece a un sueño, pero sin perder completamente el contacto con la realidad. Una situación que favorece mucho las experiencias de tipo religioso porque es un estado en el cual se suprime relativamente la búsqueda de explicaciones racionales a lo que uno percibe.
 
"Los correlatos neuronales de las experiencias religiosas -afirma Tagliazucchi- abarcan áreas cerebrales del sistema límbico que se solapan con las involucradas en el sueño, el estado psicódelico y la epilepsia, entre otras." Estado de ensueño quiere decir que tienen la fuerte sensación de vivir en un sueño, pero el contenido que la persona atribuye a sus visiones surge de una interpretación de lo que vive. "Si le das hongos a alguien en el contexto correcto, se facilita la generación de experiencias religiosas -explica el científico-, como en el experimento clásico de Marsh Chapel, realizado en la capilla de la Universidad de Boston."

Allí, un estudiante graduado en teología, Walter Pahnke, bajo la supervisión de Timothy Leary y en el marco del Proyecto Psilocibina de Harvard, administró la droga antes del Viernes Santo a estudiantes voluntarios de la Divinity School, mientras un grupo control recibía como placebo una gran dosis de niacina, que produce cambios fisiológicos. Casi todos los del grupo que había consumido psilocibina informaron luego haber experimentado profundas experiencias religiosas.

En The Believing Brain, Shermer es incluso más categórico. Argumenta que "el cerebro es una máquina de creer". Y no sólo en la existencia de un Dios, sino también en alienígenas, en conspiraciones, en ideas políticas, en la vida después de la muerte, en visiones. Shermer menciona una encuesta norteamericana de 2009 según la cual el 60% cree en demonios, el 42% en fantasmas, el 32% en ovnis, el 26% en la astrología, el 23% en las brujas y el 20% en la reencarnación. En otra de 2006, realizada por el Reader's Digest, el 43% de los encuestados afirmaron que podían leer los pensamientos de otras personas, más de la mitad dijeron haber tenido una premonición de algo que luego ocurrió, más de dos tercios aseguraron que podían "sentir" cuando alguien los estaba mirando y el 62%, que podía saber quién llamaba antes de atender el teléfono. Shermer escribe:
 
A partir de datos de los sentidos, el cerebro naturalmente comienza a buscar y encontrar patrones, y luego los llena de contenido. Al primer proceso lo llamo 'patronicidad' [patternicity]: la tendencia a encontrar patrones significativos en datos con y sin sentido. Al segundo proceso lo llamo 'agencialidad' [agenticity]: la tendencia a atribuir sentido, intención y agencia a los patrones. No podemos evitarlo. Nuestros cerebros evolucionaron para conectar los puntos de nuestro mundo en patrones con significado que explican por qué suceden las cosas. Estos patrones de significado se transforman en creencias y estas creencias dan forma a nuestra interpretación de la realidad. [...] Una vez que las creencias están establecidas, el cerebro empieza a buscar evidencia que las respalde.

A propósito, un experimento realizado por Olaf Blanke y colegas en la Escuela Politécnica de Lausana, en Suiza, que se dio a conocer hace unos días, ofrece un ejemplo palpable de cómo nuestro cerebro puede engañarnos. Un grupo pequeño de voluntarios con los ojos tapados realizó movimientos con sus manos enfrente de su cuerpo mientras un brazo robótico hacía los mismos movimientos y los tocaba en la espalda. Cuando se retrasaban los movimientos del robot en unos 500 milisegundos, los participantes aseguraban ver fantasmas a su alrededor y sentir que el dedo robótico que los tocaba pertenecía a una presencia invisible.

Para algunos participantes la experiencia fue tan inquietante que incluso pidieron que se detuviera el experimento. Los investigadores sugirieron que esto ilustra cómo los "fantasmas" están en nuestra propia mente y pueden surgir de señales confusas o disonantes para el cerebro, algo que ocurre cuando éste pierde el sentido de la posición del propio cuerpo por causas físicas, psíquicas o de estrés extremo.
 
Entre otras múltiples hipótesis, "una de las más rumiadas en los pasillos de la ciencia de la religión es la tendencia innata a ver patrones regulares o intencionales aun allí donde no los hay -coincide Golombek-. La naturaleza no tiene intenciones, ni moral ni propósitos: somos nosotros quienes vemos espejos humanizantes por todos lados". Y agrega:
 
"Hay una famosa película animada con figuras geométricas que se mueven e inmediatamente generan en el público la idea de intencionalidad: el cuadrado es malo porque quiere empujar al círculo, que trata de tener un affaire con el triángulo. ¡y no son más que figuras sobre un plano! Esto incluso funciona con puntos que se mueven: por motivos que no resultan del todo evidentes, algunos nos resultarán más simpáticos que otros".
 
Otro enfoque explica la persistencia de las creencias religiosas por una necesidad natural de identificación con el grupo de pertenencia. Se atribuye un protagonismo especial en esta propensión a un sistema del cerebro conformado por las "neuronas espejo", que se activan tanto cuando un individuo actúa como cuando la misma acción es realizada por otro. Muchos investigadores creen que estas neuronas son importantes para entender las acciones e intenciones de los demás, y que son la base de la empatía. Sin embargo, el mecanismo de las neuronas espejo está comenzando a recibir críticas importantes.

Agustín Ibáñez, investigador del Conicet, del Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco) y de la Fundación Favaloro, comenta:

"La crítica más reciente es la de Gregory Hickok, en The Myth of the Mirror Neurons ("El mito de las neuronas espejo", W.W. Norton & Company, 2014). Para mí, el principal problema que tiene es que las neuronas espejo sólo responden a la observación y la ejecución; es decir, sólo se activan ante procesos cognitivos, pero no hay nada que haga suponer un mecanismo causal. Toda la evidencia apunta a que son más bien un efecto de la imitación, la intersubjetividad, el lenguaje, la empatía, y no la causa de todos ellos. En mi opinión, los atributos de la empatía, la imitación (¿la conducta afiliativa de la religión, tal vez?) ocurre en la mente de quien lo piensa, no en los datos: éstos sólo muestran coactivación de esas neuronas ante la ejecución o la observación".

Ibáñez también advierte que hay que tomar con cautela las conclusiones obtenidas a partir de las neuroimágenes:

"Sólo estamos empezando a entender cómo trabaja orquestadamente el cerebro. Que un área se prenda o se active no nos dice mucho en sí mismo acerca de los procesos que ocurren en dicha activación. Y algo más técnico: aunque todavía no está claro, la activación [que registra] la resonancia magnética funcional al parecer implica la actividad excitatoria e inhibitoria del cerebro sumadas. Por ende, tal vez tendemos a pensar que cuando un área se activa es un proceso unitario, mientras que podría tratarse de procesos diferentes, e incluso, en ciertas condiciones, opuestos".

Las neuronas de Dios analiza exhaustivamente éstas y otras explicaciones sobre la religión y la espiritualidad, pero no da respuestas sobre la existencia de Dios.

"Seguramente todos somos creyentes al menos en una etapa de la vida, y esto es parte de lo que se trata en el libro -confiesa Golombek-. Si bien mi familia cercana no era muy practicante, sí observábamos las festividades religiosas, sobre todo como una excusa para los encuentros familiares. Tuve una educación religiosa 'de fin de semana', pero con un objetivo más social que religioso. Mis abuelos sí eran observantes; de hecho, mi abuelo paterno fue maestro de religión cuando emigró a Entre Ríos."

El autor e investigador, que como parte de la experiencia de escribir sobre este tema probó la ayahuasca (aunque aclara que no logró una comunicación con Dios), afirma que más allá de los argumentos científicos considera muy respetable la posición del creyente. Pero, advierte, 

"cuando se quiere mezclar [la fe] con ideas científicas, la cosa no puede terminar bien, ya que las bases íntimas de la religión y las de la ciencia son diametralmente opuestas; una se mueve por la fe y la otra por la evidencia. Además, está claro que en una eventual confrontación no podría haber un ganador: la religión ofrece certezas; la ciencia, dudas; la religión propone explicaciones sobrenaturales; la ciencia se contenta con lo fantástica que es la naturaleza".

Entonces, ¿para qué este libro?

"No pretendo evangelizar, pero sí promover preguntas sobre por qué hacemos lo que hacemos, o creemos lo que creemos -contesta-. Aunque después sigamos creyendo, siempre es bueno poder analizar racionalmente nuestro comportamiento. Por otro lado, es deseable ejercitar el pensamiento racional como alternativa a las supersticiones y las seudociencias."

El desafío del cerebro de comprenderse a sí mismo es, fuera de toda duda, una de las aventuras más formidables que se haya planteado la humanidad. Pero a pesar de notables avances, sólo está en sus inicios. Como dice el propio Golombek:

"La ciencia no puede dar cabida a la totalidad de la experiencia humana".

Al menos por ahora.
 
 
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domingo, 7 de septiembre de 2014

Investigación en Neurociencias

Por: Marcos Shaw
Publicado en Infobae, 7 de septiembre de 2014.
Mariano Sigman es el nuevo Director del Laboratorio de Neurociencia de la Universidad Torcuato Di Tella.Obtuvo su licenciatura en Física de la Universidad de Buenos Aires (1997), doctorado en Neurociencia (Ph.D.) en Rockefeller University (Nueva York) e hizo un postdoctorado en Ciencias Cognitivas (2002-2005) en el Collège de France (París).
El físico Mariano Sigman habló con Infobae sobre los desafíos de su nuevo trabajo, el boom de los libros sobre el cerebro y la "precisión" del cine para despertar sentimientos universales: “Hollywood entiende las emociones humanas mejor que nadie”
En una charla con Infobae, explicó sus objetivos en este nuevo desafío, la posición de la Argentina en la neurociencia y de qué manera se relaciona con la vida habitual de cada uno de nosotros. Considera que en Hollywood es donde más entienden las emociones, pero advierte: "No me da celos ni bronca. Trato de acercarme a ellos, darme cuenta qué lograr y poder usarlo".
-¿Por qué eligió venir a la Universidad Di Tella y dejar su trabajo en la UBA?
Yo vine a la Argentina hace 8 años. Estuve antes de esto unos casi 10 años afuera, donde entre doctorado y posgrado desarrollé un programa de investigación en neurociencia cognitiva. Es algo que está entre la neurociencia y la psicología. Eso en el mundo es un lugar común. En las universidades de Europa y Estados Unidos hay un departamento de neurociencia cognitiva o computacional. En la Argentina, no. En parte por un divorcio histórico en el que la psicología está muy asociada al psicoanálisis y ajena a la ciencia. Eso hace que los que venimos haciendo esta disciplina caigamos en distintos lugares: algunos se fueron a medicina, otros a computación, otros a física, porque la neurociencia tiene que ver con todo eso. Yo estuve unos años en el departamento de física de la UBA. Mi abordaje tiene que ver más con los fierros y análisis de datos, redes y volúmenes grandes de datos para lo que usamos herramientas de la física. Las preguntas que nos hacemos de cómo pensamos, cómo recordamos, cómo decidimos, tienen que ver con la psicología. Venir a Di Tella tiene que ver con crear un primer espacio que sea un ambiente genuino donde investigar neurociencia cognitiva.
-Si a usted le tocara explicarle una persona que no sabe nada del tema, ¿qué le diría que es la neurociencia y su aplicación práctica?
Una de las cosas más importantes es entender que mucho de lo que somos y hacemos tiene que ver con el cerebro que nos constituye. Esto es mucho más claro cuando uno lo piensa en la motricidad del cuerpo. Por ejemplo, uno sabe que tiene que elongar antes de correr porque sino los músculos se desgarran. Sabe que puede trabajar fácilmente algunas cosas, como la resistencia, pero mucho menos fácil la velocidad. Así vivís mejor con vos mismo porque sabés en dónde podes exigirte y en dónde no. Eso que para el cuerpo es bastante claro, con el aparato psíquico, con el pensamiento, es más confuso. Uno se enoja con alguien porque está deprimida o porque es impulsiva. Y en cierta medida es como que te enojes con una persona que se fracturo una pierna porque no puede correr. Cuando vos entendés que atrás del pensamiento hay un aparto constitutivo que es el cerebro, que es un órgano, que tiene su manera de funcionar y tiene sus cosas que lo hacen en ciertas circunstancias funcionar con más o menos dificultad, entrás en un espacio de comprensión de vos mismo y de los otros que puede hacer que las cosas funcionen mejor. En el plano educativo es muy claro. Estigmatizar a un chico disléxico como un vago o como alguien con falta de voluntad para aprender a leer (que se hace) es absurdo y nocivo. En la mayoría de los casos, un disléxico es un chico con un problema bastante específico en la parte del cerebro que empalma la visión con la audición. Esto no estigmatiza ni condena, al revés, da una oportunidad del cambio y para no condenar a alguien por aquello que le presenta, genuinamente más dificultades.
-¿Cómo está parada Argentina hoy con respecto a los otros países del mundo en el terreno de la neurociencia?
Tradicionalmente, en la Argentina la neurociencia cognitiva estuvo muy vapuleada. Jacques Mehler, que es uno de los grandes fundadores de la neurociencia cognitiva, es argentino. Como tantos otros, tuvo que irse de la Argentina en un exilio político. Pero luego, para él, se volvió una suerte de exilio intelectual. En Argentina la idea de que vos podés estudiar como pensamos, sentimos y nos desarrollamos desde una perspectiva científica fue muy atacada hasta hace no tantos años. La razón era suponer que la identidad es algo ajeno a las reglas que rigen la materia. Que cada uno es alguien distinto y que ningún aspecto de la personalidad es reductible a reglas materiales constitutivas. Para hacer ciencia vos tenés que hacer una cantidad de simplificaciones que fueron tradicionalmente muy cuestionadas. Por ejemplo, tenés que asumir que pese a que cada persona es distinta y única, existen ciertos aspectos comunes que hace posible abordar preguntas en grupos de personas. Que estudiar cómo responde distinta gente a algo no es combinar peras y manzanas. También tenés que asumir que el comportamiento humano tiene un origen biológico, constitutivo y no deviene de una suerte de fantasma mental. A quien esbozaba este paradigma se lo atacaba virulentamente en la Argentina, acusándolo de positivista, reduccionista, simplista. De que estabas abordando algo muy complejo como la mente humana como si estuvieses trabajando con madera. Eso era una crítica en parte epistemológica, pero aún más ideológica. A alguien como Jaques se lo acusaba de reaccionario, no de hacer buena o mala ciencia. Ahora esto cambió muy de golpe. Pasa todo lo contrario y la neurociencia está que explota. Esta mezcla resulta rara. Por un lado cualquier pavada que decís del cerebro suena bien. Al mismo tiempo hay una falta de espacios genuinos para desarrollar esta investigación en lugares propios. La razón principal es que la neurociencia es una ciencia nueva. Las tradicionales son física quimia matemática, ciencias social, políticas, derechos. Esa es la clasificación del siglo XVIII. Muchas de nuestras universidades siguen regidas por esta taxonomía. Y es difícil cambiar eso porque hay estructuras que van desde los departamentos hasta el ministerio de Educación, que determinan como cómo se clasifica el conocimiento en un programa de carreras. En Estados Unidos, hay más versatilidad para poder cambiar rápido lo que hace que los departamentos de neurociencia cognitiva, o de nanotecnología (que combina física, química ingeniería...) sean más comunes. Desde el ministerio de Ciencia hay mucha voluntad para que esto cambie, pero se requieren muchos cambios articulados entre distintos sectores de la sociedad.
 -¿En qué trabajos o investigaciones se va a centrar?
Di Tella tiene una tradición en ciencias humanas. La ciencia que haremos no va a cambiar radicalmente de lo lo que hacíamos en la UBA. Estudiamos problemas de la neurociencia humana que tiene que ver con la toma de decisiones, la percepción, la consciencia, las emociones, en gran medida con la neurociencia social, de cómo nos relacionamos, nos comunicamos. El aprendizaje, en particular de por qué aprendemos algunas cosas y no otras. Esos son nuestros pilares. En Di Tella vamos a relacionar estas cosas con las ciencias humanas y sociales. Eso es nuevo para el país y para mí. Por ejemplo, la toma de decisiones es pertinente para la economía. Para la economía es pertinente saber por qué alguien decide comprar o no, por qué ahorrar o gastar. La psicología humana dicta en gran medida estas decisiones que a su vez condicionan el consumo. En Di Tella los problemas en toma de decisiones, naturalmente se va a dirigir a ese tipo de marcos. Otra intersección natural es en la neurociencia de las decisiones morales y el derecho. Por qué algunas cosas nos parecen bien o mal, otras nos emocionan, otros nos parecen feas y otras no las haríamos. Estudiamos cómo estas intuiciones que dictan en gran medida nuestros juicios en la vida cotidiana, muchas veces sin saberlo, terminan expresándose en un sistema formal de derecho, judicial. O la educación: cómo aprender a leer, porque algunos tiene dislexia y cómo puede mejorarse al práctica educativa para que sea más inclusivas. Muchas de estas cosas las investigamos hace tiempo. En Di Tella, esperamos poder cuajar un camino para aplicar esta investigación en una dirección que tenga pertinencia más pertinencia al desarrollo de políticas educativas.
-Ahora hay un boom de la neurociencia, principalmente gracias a Facundo Manes. ¿Qué opina de este fenómeno?
Es complicado responder esto genéricamente. Manes es un tipo al que yo le tengo admiración, respeto y cariño. Divulga desde un lugar a la vez muy sólido y con muchísimo conocimiento. Luego, hay de todo. Como cuando algo está muy de moda, tenés divulgación excelente, muy buena, buena, regular y mala. Un problema más general es que la ciencia en general tuvo una relación esquizofrénica con la sociedad y los medios de comunicación. Por un lado estigmatizarla y marginalizarla, con el científico raro, despeinado, con guardapolvo, haciendo algo que nadie entiende y presumiblemente no sirve para nada, y al mismo tiempo endiosarla en una tapa de gran diario que dice "Científicos descubren la cura del cáncer". ¿De quién es culpa eso? Es muy difícil culpar al tipo que dio la nota, que seguro no dijo eso. Hay un proceso de deformación en los diarios que tiene que ver con el deseo del editor para que la gente lo lea. Hay un teléfono descompuesto que hace que uno tenga un resultado genuino como encontrar una droga que cambia la expectativa de vida de 7 años a 7,8 años, que ya es mucho, a un titular que dice "Argentino resolvió el cáncer". Ese proceso de divulgación es más sensible cuando esta masificado, cuando llega a medios que tienen una imposición de contar noticias calientes y no reflexivas con sus matices. En 200 palabras no tenés lugar para decir "ojo que...". La fórmula típica es decir "Argentino descubre vacuna para el cáncer" y al final una nota que es "pero advierten que todavía no está del todo probada" para decir "yo me cubrí". La neurociencia forma parte de este proceso genérico de distorsión mediática. Desde mi punto de vista es importante y sano que se divulgue la neurociencia. No veo nada malo, me parece mejor que este eso en los medios que la gran mayoría de los mamarrachos que aparecen en televisión. Obviamente si vos tenés mucha demanda y no mucha oferta de gente que pueda divulgarla bien, aparece un poco de "chanterío", de gente que se sube al caballo de algo. En resumen, a mí me parece muy bueno que haya divulgación, creo que mucha es buena, alguna es mala y alguna es oportunista aprovechando la moda pero no tiene que ver solo con el que comunica sino con toda la cadena editorial.
-¿Todo este boom se produjo a partir de la operación de la presidente Cristina Kirchner?
No, no. Se puso de moda en la Argentina antes de eso. Había ya instalados hace tiempo, columnistas de radios, de televisión, antes de esto. Pasaron dos cosas. La aparición de los libros de Estanislao Bachrach y el de Facundo Manes, que son muy buenos y tuvieron muchísima difusión. Antes de eso también había muchos buenos libros pero no fueron booms mediáticos. Seguramente, la operación circunstancialmente fue un catalizador para difundir la neurología y la neurociencia, pero no el único ni el primero. Por ejemplo, el libro de "Stani" ayudó enormemente a difundir con más vigor el resto de la divulgación en neurociencia. Digamos que tuvo el gran merito de transmitir un mensaje claro y sano de que la neurociencia no es un bicho raro, accesible solo para unos pocos eruditos.
-Cuando la Presidente debió ser operada, ¿cómo cree que se manejó la información?
No lo sé. Facundo (Manes) la manejó bien. Me consta que fue respetuoso y cuidadoso como lo debe ser un médico con cualquier paciente. Hay por supuesto una relación complicada con la intimidad sobre todo en personajes públicos. Son equilibrios muy delicados que no tienen nada que ver con la neurociencia. Prefiero no hablar del tema porque no tengo una opinión muy fundada.
-Vayamos al tema de la financiación. ¿Las inversiones públicas tienen mejor prensa que las privadas?
Puede ser. Di Tella es una universidad privada pero sin fines de lucro. No es una empresa. Es como Harvard. A veces lo privado y lo público se confunden. El trabajo que hacemos los profesores aquí se parece mucho al que haríamos en una universidad pública. Todo mi trabajo resulta en conocimiento público. Además, mi laboratorio está mayoritariamente financiado por el Estado, además de organismos públicos y privados del extranjero. Algunos aspectos de la investigación que nosotros hacemos en el laboratorio se desarrolla por otros grupos en ámbitos netamente privados. Por ejemplo, consultorías que usan herramientas de la neurociencia para asesorar a empresas en cómo hacer una publicidad o desarrollar estrategias de marketing. Nosotros no hacemos eso. No hacemos un uso lucrativo de la neurociencia. Hacemos cosas aplicadas, como por ejemplo, un software educativo, financiado y apoyado logísticamente por la Fundación Sadosky, que se ha utilizado para mejorar el desarrollo educativo en escuelas públicas y es por supuesto de acceso libre y gratuito. En general definir lo privado y lo público es una arena complicada. En la Argentina también hay un poco de estigmatización con eso y yo nunca me llevé bien con las fronteras tradicionales que nos imponen. Una es la disciplinaria y otra es la estigamtización de lo público y lo privado. A mí me gusta poder mezclar estos nichos.
-¿En Argentina piensa que están bien destinados los fondos a la investigación en general?
Tengo una valoración muy positiva del trabajo que se hizo en el ministerio de Ciencia desde que se constituyo. De hecho, hasta hace algunos años no había uno. Claramente el presupuesto para la ciencia aumentó y claramente aumentó el volumen de actividad científica. El crecimiento es por supuesto complejo y, como cualquier otro proceso de crecimiento, no está ajeno de ciertas tensiones. Más allá del aumento presupuestario, a mi entender el ministerio ha conservado a lo largo de estos años una virtud aun mayor: tener una política científica definida que trata de encontrar un equilibrio entre ciencia básica y aplicada
-Mencionó que se usa el estudio de la neurociencia para el marketing. ¿Hay ciertos patrones que se pueden estudiar para llevar a que la gente actué de tal manera? ¿Se sabe cuáles son?
Claro que sí, hay un montón. Eso lo sabe la gente en el mundo aplicado. Por ejemplo, cuando eligen a un candidato político lo "miden". Esto significa que se fijan que tenga una cantidad de propiedades que tiene que tener para que funcione como candidato. Muchas deberían ser muy poco pertinentes, cómo qué cara tiene. Uno piensa que lo más importante deberían ser las ideas o que acciones toma, pero eso no es lo que la gente vota. En gran medida, como en tantas otras decisiones, se vota el producto, un envase. El tipo que es un curador político sabe eso y busca candidatos que funcionen de esa manera. Y no solo para los políticos. Una pasta de dientes o una película también. Por supuesto que hay gente que sabe un montón sobre los sesgos en como elegimos, como nos emocionamos, sin que sea necesario conocer nada de neurociencia.
-Pero para lograr algo así, ¿hace falta consultar a alguien como usted?
Claro que no. Hay mucha impostura en eso. Para mí el que mejor entiende las emociones humanas es Hollywood. Mucho mejor que el laboratorio de emociones del MIT. Los tipos saben qué tienen que hacer para que a los 17 minutos vos te rías un poco, después te dé tensión y finalmente llores. Y logran que un 94% de la población en China, África, España y acá, sea sensible a un algoritmo que desarrollaron que les permite producir genéricamente en casi todo el mundo las emociones que quieran. A muchos científicos les encantaría poder entender con tal grado de precisión cómo funcionan las emociones.
-¿A usted qué le genera saber que una persona en Hollywood es capaz manejar a la perfección este tema?
Me genera admiración. De hecho, trato de acercarme a ellos y trabajo con artistas, músicos, cocineros, magos, gente del cine. Yo pienso que uno se acerca al conocimiento a través de distintas ventanas; no soy un convencido de que la mía sea mucho mejor que la de otros. Tampoco peor. Mi camino tiene valor. Quiero y respeto a la ciencia. Yo convivo con la gente que, como en Hollywood, entiende de manera pragmática aspectos del pensamiento humano que a nosotros se nos escapa. No me da ni celos, ni bronca. Trato de pensar qué es lo que los tipos hacen para entender esto y utilizar lo que ellos descubrieron. Lo que pasa con muchos de estos emprendimientos privados es que vos descubrís algo que lo querías hacer por tu lado y eso no se esparce, no se propaga.. Nadie nunca sabe que vos hiciste eso. La ciencia tiene esa estrategia que la hace efectiva de diseminar sus resultados. Vos descubrís algo y se lo contás a los demás para que lo puedan usar. En los emprendimientos privados esto no pasa, entonces tratás de espiarlos y darte cuenta qué lograron y cómo para poder usarlo. Somos, a veces, hackers del conocimiento.
 
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lunes, 28 de julio de 2014

Integración entre razón y afecto para una ética que cuida

Fragmentos de Leonardo Boff: Ética y Moral. La búsqueda de  los fundamentos, Bilbao, Sal Terrae, 2003.
 
 
Cómo nace la ética

 

Hoy vivimos una grave crisis mundial de valores. A la inmensa mayoría de la humanidad le resulta difícil saber lo que es correcto y lo que no lo es. Ese oscurecimiento del horizonte ético redunda en una enorme inseguridad en la vida y en una permanente tensión en las relaciones sociales, que tienden a organizarse más alrededor de intereses particulares que en torno al derecho y la justicia. Este hecho se agrava aún más por causa de la propia lógica dominante de la economía y del mercado, que se rige por la competencia -la cual crea oposiciones y exclusiones- y no por la cooperación -que armoniza e incluye-o Con ello se dificulta el encuentro de estrellas-guía y de puntos de referencia comunes, importantes para las conductas personales y sociales.

Conviene también no olvidar lo que constató el historiador Eric Hobsbawm en su obra The Age of Extremes [La era de los extremos]: ha habido más cambios en la humanidad en los últimos cincuenta años que desde la edad de piedra. Esa aceleración ha hecho que los mapas conocidos ya no puedan orientamos, que la brújula haya llegado a perder el Norte. En esta situación dramática, ¿cómo fundar un discurso ético mínimamente consistente?

 

Religión y razón: fuentes de la ética

 

El estudio de la historia revela que hay dos fuentes que orientaron y siguen orientando ética y moralmente a las sociedades hasta nuestros días: las religiones y la razón.

Las religiones continúan siendo los nichos de valor privilegiados para la mayoría de la humanidad. Samuel P. Huntington, en su famosa obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, reconoce explícitamente: «En el mundo moderno, la religión es una fuerza funda-mental, quizá la fuerza fundamental, que motiva y moviliza a la gente... Lo que en último análisis cuenta para las personas no es la ideología política ni el interés económico; aquello con lo que las personas se identifican son las convicciones religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas combaten e incluso están dispuestas a dar su vida» (1997, p. 77). Hans Küng, uno de los pensadores mundiales que más se han ocupado de estas cuestiones, propone las religiones como la base más realista y eficaz para construir «Una ética mundial para la economía y la política» (título de uno de sus libros). Dejando a un lado las diferencias, que no son pocas, los puntos comunes entre ellas permiten elaborar un consenso ético mínimo, capaz de mantener unida a la humanidad y de preservar el capital eco lógico indispensable para la vida. Las religiones representan en la historia el ethos que ama y cuida.

La razón crítica, que irrumpió casi simultáneamente en todas las culturas mundiales en el siglo VI a.c., en el llamado «tiempo axial» (Karl Jaspers), trató de establecer desde el primer momento códigos éticos universalmente válidos. La fundamentación racional de la ética y de la moral (ética autó noma) representó un esfuerzo admirable del pensamiento humano desde los maestros griegos Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por san Agustín, Tomás de Aquino e Immanuel Kant, hasta los moder-nos Henri Bergson, Martin Heidegger, Hans Jonas, Jürgen Habermas, E. Dussel y, entre nosotros, Enrique de Lima Vaz y Manfredo Oliveira -si nos quedamos dentro del marco de la cultura occidental.

Esta tarea sigue aún abierta, alejada de otros esfuerzos éticos fundados en otras bases que no son la razón (éticas heterónomas). Es el ethos que busca. Con todo, el nivel de convencimiento ha sido moderado y se ha limitado a los ambientes académicos; por ello ha tenido una incidencia limitada en la vida cotidiana de las poblaciones. Esos dos paradigmas no quedan invalidados por la crisis actual, pero tienen que ser enriquecidos, si queremos estar a la altura de las demandas éticas que nos vienen de la realidad hoy globalizada.

 

El afecto: fuente originaria de la ética

 

La crisis crea la oportunidad de ir a las raíces de la ética y nos invita a descender a aquella instancia en la que continuamente se forman valores. La ética, para ganar un mínimo de consenso, tiene que brotar de la base última de la existencia humana, que no reside en la razón, como siempre ha pretendido Occidente.

La razón, como ha reconocido la misma filosofía, no es el primer momento ni el último de la existencia. Por eso no explica ni abarca todo. La razón se abre hacia abajo, de donde emerge algo más elemental y ancestral: la afectividad; y se abre también hacia arriba, hacia el espíritu, que es el momento en que la conciencia se siente parte de un todo y que culmina en la contemplación y en la espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia fundamental no es «pienso, luego existo», sino «siento, luego existo». En la raíz de todo no está la razón (logos), sino la pasión (pathos).

David Goleman diría: «En el fundamento de todo está la inteligencia emocional». El afecto, la emoción..., en suma, la pasión, es un sentir profundo. Es entrar en comunión, sin distancia, con todo lo que nos rodea. Por la pasión captamos el valor de las cosas. y el valor es el carácter precioso de los seres, aquello que los hace dignos de ser y apetecibles. Sólo cuando nos apasionamos, vivimos valores. Y por los valores nos movemos y somos.

Siguiendo a los griegos, llamamos a esa pasión eros, amor. El mito arcaico lo dice todo: «Eros, el dios del amor, se levantó para crear la tierra. Antes todo era silencio, desnudo e inmóvil. Ahora todo es vida, alegría, movimiento». Ahora todo es precioso, todo tiene valor, por causa del amor y de la pasión.

 

Tensión entre afecto y razón

 

Pero la pasión está habitada por un demonio. Dejada a sí misma, puede degenerar en formas de disfrute destructivo. Todos los valores valen, pero no todos valen para todas las circunstancias. La pasión es un caudal fantástico de energía que, como las aguas de un río, necesita márgenes, límites y la justa medida. De lo contrario, irrumpe avasalladora. Es aquí donde entra la función insustituible de la razón. Lo propio de la razón es ver claro y ordenar, disciplinar y definir la dirección de la pasión.

Aquí surge una dialéctica dramática entre la pasión y la razón. Si la razón reprime la pasión, triunfan la rigidez, la tiranía del orden y la ética utilitaria. Si la pasión prescinde de la razón, dominan el delirio de las pulsiones y la ética hedonista, del puro disfrute de las cosas. Mas, si se impone la justa medida, y la pasión se sirve de la razón para un autodesarrollo ordenado, entonces emergen las dos fuerzas que sustentan una ética prometedora: la ternura y el vigor.

 

Irradiación de la ética: la ternura y el vigor

 

La ternura es el cuidado para con el otro, el gesto amoroso que protege y da paz. El vigor abre caminos, supera obstáculos y transforma los sueños en realidad. Es la rivalidad sin la dominación, la dirección sin la intolerancia. Ternura y vigor, o también ánimus y ánima, construyen una personalidad integrada, capaz de mantener unidas las contradicciones y de enriquecerse con ellas. Son dos principios capaces de sustentar un humanismo sostenible, fundado en la materialidad de la historia y en la espiritualización de las prácticas humanas.

De estas premisas puede nacer una ética capaz de incluir a todos en la familia humana. Tal ética se estructura en torno a los valores fundamentales ligados a la vida, a su cuidado, al trabajo, a las relaciones cooperativas y a la cultura de la no violencia y de la paz. Es un ethos que ama, cuida, se responsabiliza, se solidariza, se compadece.

 
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