Cómo nace la
ética
Hoy vivimos una grave crisis mundial de valores. A
la inmensa mayoría de la humanidad le resulta difícil saber lo que es correcto
y lo que no lo es. Ese oscurecimiento del horizonte ético redunda en una enorme
inseguridad en la vida y en una permanente tensión en las relaciones sociales,
que tienden a organizarse más alrededor de intereses particulares que en torno
al derecho y la justicia. Este hecho se agrava aún más por causa de la propia
lógica dominante de la economía y del mercado, que se rige por la competencia
-la cual crea oposiciones y exclusiones- y no por la cooperación -que armoniza
e incluye-o Con ello se dificulta el encuentro de estrellas-guía y de puntos de
referencia comunes, importantes para las conductas personales y sociales.
Conviene también no olvidar lo que constató el
historiador Eric Hobsbawm en su obra The Age of Extremes [La era de los
extremos]: ha habido más cambios en la humanidad en los últimos cincuenta años
que desde la edad de piedra. Esa aceleración ha hecho que los mapas conocidos
ya no puedan orientamos, que la brújula haya llegado a perder el Norte. En esta
situación dramática, ¿cómo fundar un discurso ético mínimamente consistente?
Religión y
razón: fuentes de la ética
El estudio de la historia revela que hay dos
fuentes que orientaron y siguen orientando ética y moralmente a las sociedades
hasta nuestros días: las religiones y la razón.
Las religiones continúan siendo los nichos de valor
privilegiados para la mayoría de la humanidad. Samuel P. Huntington, en su
famosa obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,
reconoce explícitamente: «En el mundo moderno, la religión es una fuerza
funda-mental, quizá la fuerza fundamental, que motiva y moviliza a la gente...
Lo que en último análisis cuenta para las personas no es la ideología política
ni el interés económico; aquello con lo que las personas se identifican son las
convicciones religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas combaten e
incluso están dispuestas a dar su vida» (1997, p. 77). Hans Küng, uno de los
pensadores mundiales que más se han ocupado de estas cuestiones, propone las
religiones como la base más realista y eficaz para construir «Una ética mundial
para la economía y la política» (título de uno de sus libros). Dejando a un
lado las diferencias, que no son pocas, los puntos comunes entre ellas permiten
elaborar un consenso ético mínimo, capaz de mantener unida a la humanidad y de
preservar el capital eco lógico indispensable para la vida. Las religiones representan
en la historia el ethos que ama y cuida.
La razón crítica, que irrumpió casi simultáneamente
en todas las culturas mundiales en el siglo VI a.c., en el llamado «tiempo
axial» (Karl Jaspers), trató de establecer desde el primer momento códigos éticos
universalmente válidos. La fundamentación racional de la ética y de la moral
(ética autó noma) representó un esfuerzo admirable del pensamiento humano desde
los maestros griegos Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por san Agustín,
Tomás de Aquino e Immanuel Kant, hasta los moder-nos Henri Bergson, Martin
Heidegger, Hans Jonas, Jürgen Habermas, E. Dussel y, entre nosotros, Enrique de
Lima Vaz y Manfredo Oliveira -si nos quedamos dentro del marco de la cultura
occidental.
Esta tarea sigue aún abierta, alejada de otros
esfuerzos éticos fundados en otras bases que no son la razón (éticas
heterónomas). Es el ethos que busca. Con todo, el nivel de convencimiento ha
sido moderado y se ha limitado a los ambientes académicos; por ello ha tenido
una incidencia limitada en la vida cotidiana de las poblaciones. Esos dos
paradigmas no quedan invalidados por la crisis actual, pero tienen que ser
enriquecidos, si queremos estar a la altura de las demandas éticas que nos
vienen de la realidad hoy globalizada.
El afecto:
fuente originaria de la ética
La crisis crea la oportunidad de ir a las raíces de
la ética y nos invita a descender a aquella instancia en la que continuamente
se forman valores. La ética, para ganar un mínimo de consenso, tiene que brotar
de la base última de la existencia humana, que no reside en la razón, como
siempre ha pretendido Occidente.
La razón, como ha reconocido la misma filosofía, no
es el primer momento ni el último de la existencia. Por eso no explica ni
abarca todo. La razón se abre hacia abajo, de donde emerge algo más elemental y
ancestral: la afectividad; y se abre también hacia arriba, hacia el espíritu,
que es el momento en que la conciencia se siente parte de un todo y que culmina
en la contemplación y en la espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia
fundamental no es «pienso, luego existo», sino «siento, luego existo». En la
raíz de todo no está la razón (logos), sino la pasión (pathos).
David Goleman diría: «En el fundamento de todo está
la inteligencia emocional». El afecto, la emoción..., en suma, la pasión, es un
sentir profundo. Es entrar en comunión, sin distancia, con todo lo que nos
rodea. Por la pasión captamos el valor de las cosas. y el valor es el carácter
precioso de los seres, aquello que los hace dignos de ser y apetecibles. Sólo
cuando nos apasionamos, vivimos valores. Y por los valores nos movemos y somos.
Siguiendo a los griegos, llamamos a esa pasión
eros, amor. El mito arcaico lo dice todo: «Eros, el dios del amor, se levantó
para crear la tierra. Antes todo era silencio, desnudo e inmóvil. Ahora todo es
vida, alegría, movimiento». Ahora todo es precioso, todo tiene valor, por causa
del amor y de la pasión.
Tensión
entre afecto y razón
Pero la pasión está habitada por un demonio. Dejada
a sí misma, puede degenerar en formas de disfrute destructivo. Todos los
valores valen, pero no todos valen para todas las circunstancias. La pasión es
un caudal fantástico de energía que, como las aguas de un río, necesita
márgenes, límites y la justa medida. De lo contrario, irrumpe avasalladora. Es
aquí donde entra la función insustituible de la razón. Lo propio de la razón es
ver claro y ordenar, disciplinar y definir la dirección de la pasión.
Aquí surge una dialéctica dramática entre la pasión
y la razón. Si la razón reprime la pasión, triunfan la rigidez, la tiranía del
orden y la ética utilitaria. Si la pasión prescinde de la razón, dominan el
delirio de las pulsiones y la ética hedonista, del puro disfrute de las cosas.
Mas, si se impone la justa medida, y la pasión se sirve de la razón para un
autodesarrollo ordenado, entonces emergen las dos fuerzas que sustentan una
ética prometedora: la ternura y el vigor.
Irradiación
de la ética: la ternura y el vigor
La
ternura es el cuidado para con el otro, el gesto amoroso que protege y da paz.
El vigor abre caminos, supera obstáculos y transforma los sueños en realidad.
Es la rivalidad sin la dominación, la dirección sin la intolerancia. Ternura y
vigor, o también ánimus y ánima, construyen una personalidad integrada, capaz
de mantener unidas las contradicciones y de enriquecerse con ellas. Son dos
principios capaces de sustentar un humanismo sostenible, fundado en la
materialidad de la historia y en la espiritualización de las prácticas humanas.
De estas premisas puede nacer una ética capaz de
incluir a todos en la familia humana. Tal ética se estructura en torno a los
valores fundamentales ligados a la vida, a su cuidado, al trabajo, a las
relaciones cooperativas y a la cultura de la no violencia y de la paz. Es un
ethos que ama, cuida, se responsabiliza, se solidariza, se compadece.
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