jueves, 3 de noviembre de 2022

REPORTAJE A SARTRE

"Conciencia moral es ser uno mismo para el otro"


Publicación de la entrevista que le hiciera Benny Levy, su secretario y colaborador. Fue publicada pocas semanas antes del fallecimiento de Sartre en Le Nouvel Observateur y reproducida en el diario español EL PAIS. Esa entrevista fue, según Levy, «una parte de lecturas y discusiones encarnizadas con Sartre durante seis años».

El País, abril de 1980 / Copyright EL PAIS Le Nouvel Observateur.

https://elpais.com/diario/1980/04/16/cultura/324684006_850215.html

https://elpais.com/diario/1980/04/19/cultura/324943207_850215.html

 

Benny Levy. Desde hace algún tiempo te preguntas acerca de la esperanza y la desesperación. Son temas que apenas has abordado en tus escritos.

Jean Paul Sartre. En todo caso, no de la misma manera. Siempre he pensado que todo el mundo vive con esperanza; es decir, cree que algo que ha emprendido, o que le afecta, o que afecta al grupo social al que pertenece, está realizándose, se realizará y le será favorable, tanto a él como a las personas que constituyen su comunidad. Pienso que la esperanza forma parte del hombre; la acción humana es trascendente, es decir, apunta siempre a un objeto futuro a partir del presente en que la concebimos y en que intentamos realizarla; pone su meta, su realización, en el futuro, y en el modo de obrar está la esperanza; es decir, el hecho mismo de proponerse una meta como algo que debe alcanzarse.

B. L. Has dicho que la acción humana tiende a un fin en el futuro, pero inmediatamente añade que esta acción era vana. La esperanza se frustra necesariamente. Entre el camarero, un caudillo -Hitler o Stalin-, un borracho parisiense, el militante revolucionario marxista y Jean Paul Sartre, todas estas personas tenían, al parecer, algo en común: que todas ellas fracasaban, en cuanto tales, en la medida en que se proponían ciertos fines.

J. P. S. No he dicho exactamente eso, estás exagerando. He dicho que, en efecto, no alcanzaban nunca exactamente lo que perseguían, que siempre había un fracaso...

B. L. Has afirmado que la acción humana proyecta un fin en el futuro, pero has dicho también que este afán de trascendencia desemboca en el fracaso. Nos has descrito, en El ser y la nada, una existencia que proyectaba fines inútilmente, aunque con perfecta seriedad. El hombre se marcaba metas, sí, pero, en el fondo, el único fin al que aspiraba era a ser Dios, lo que tú llamabas ser causa de sí. De ahí, sin duda, el fracaso.

J. P. S. Bien, no he perdido del todo esa idea de fracaso, aunque esté en contradicción con la idea misma de esperanza. No hay que olvidar que yo no hablaba de esperanza en la época de El ser y la nada. Fue más tarde cuando se me ocurrió, poco a poco, la idea del valor de la esperanza. Nunca he contemplado la esperanza como una ilusión lírica. Siempre he pensado, aun sin decirlo, que se trataba de un modo de atrapar el fin que me proponía como algo susceptible de realización.

 

La desesperada condición humana

 

B. L. Tal vez no hablabas de la esperanza, sino de la desesperación.

J. P. S. Sí, hablaba de la desesperación, pero, como he dicho tantas veces, no es lo contrario de la esperanza. La desesperación era la creencia de que no podían alcanzarse mis fines fundamentales y que, por consiguiente, había en la realidad humana un fallo esencial. Y, por último, en la época de El ser y la nada yo no veía en la desesperación más que una visión lúcida de lo que era la condición humana.

B. L. Me dijiste un día: «He hablado de desesperación, pero en broma, porque era el tema de moda: entonces se leía a Kierkegaard. »

J. P. S. Exacto; por mi parte, nunca estuve desesperado, nunca consideré, ni de cerca ni de lejos, que la desesperación fuera una cualidad que me perteneciese. Por consiguiente, era, en efecto, Kierkegaard quien influía mucho sobre mí en ese aspecto.

B. L. Es curioso, porque, en realidad, no te gusta Kierkegaard.

J. P. S. Sí, pero he estado sometido a su influencia. Se trataba de palabras que para otros podían ser una realidad. Por tanto, quería darles cabida en mi filosofía. Era la moda; pensé que faltaba algo en mis conocimientos personales sobre mí si de ellos no podía extraer la desesperación. Mas era preciso considerar que si otros hablaban de ella es que para ellos debía existir. Pero fíjate en que apenas se en cuenta la desesperación en mi obra a partir de entonces. Fue sólo un momento. Es lo mismo que veo en muchos filósofos, a propósito de la desesperación o de cualquier otra idea filosófica: hablan de oídas del tema en sus primeros tiempos, le dan un gran valor, y luego, poco a poco, no vuelven a hablar de ella, porque se dan cuenta de que su contenido no existe para ellos, de que es algo que han recibido de los demás.

 

"Conocí la miseria de los otros"

 

B. L. ¿Y ocurre esto también con la angustia?

J. P. S. Nunca he sentido angustia. Esta es una de las nociones claves de la filosofía de 1930 a 1940. Procedía también de Heidegger. Se trata de nociones que manejaba uno continuamente, pero que para mí no correspondían a nada. Es cierto, yo conocía la desolación o el hastío, la miseria, pero...

B. L. ¿La miseria?

J. P. S. Bueno, la conocía a través de otros, la veía, si prefieres. Pero la angustia y la desesperación no. En fin, no insistamos en ello, puesto que no afecta a nuestra indagación.

B. L. Al contrario, siempre es importante saber que no has hablado de la esperanza, y que cuando hablabas de la desesperación en el rondo no era tal tu pensamiento.

J. P. S. Mi pensamiento era ciertamente mi pensamiento, pero lo colocaba bajo un epígrafe, la «desesperación», que me era ajeno. Lo más importante para mí era la idea de fracaso. La idea de fracaso relativa a lo que podríamos llamar un fin absoluto. En efecto, lo que no se dice en El ser y la nada, de esta manera es que cada hombre, por encima de los fines teóricos o prácticos que tiene en cada instante y que se refieren, por ejemplo, a cuestiones políticas o de educación, etcétera, por encima de todo esto, cada hombre tiene un fin, un fin que yo llamaría, si me lo permites, trascendente o absoluto, y todos aquellos fines prácticos no tienen sentido más que en relación con tal fin. El sentido de la acción de un hombre es, pues, este fin, que varía, por otra parte, según cada hombre, pero que se caracteriza por ser absoluto. Y la esperanza -lo mismo que el fracaso- va unida a este fin absoluto, en el sentido de que el verdadero fracaso se refiere a él.

B. L. ¿Y es inevitable ese fracaso?

J. P. S. Aquí llegamos a una contradicción de la que no he salido todavía, pero de la que espero salir gracias a estas conversaciones. Por un lado, conservo la idea de que la vida de un hombre se manifiesta como un fracaso; no consigue lo que intenta. Ni siquiera consigue pensar lo que quiere pensar o sentir lo que quiere sentir. Esto conduce en resumidas cuentas a un pesimismo absoluto. No es lo que yo pretendía en El ser y la nada, pero ahora estoy obligado a hacerlo constar. Además, a partir de 1945, he ido pensando cada vez más -y actualmente estoy convencido- que la característica esencial de la acción emprendida es, como te decía hace un momento, la esperanza. La esperanza significa que no puedo emprender una acción sin esperar realizarla. Y no creo, como te digo, que esta esperanza sea una ilusión lírica, sino que está en la naturaleza misma de la acción. Es decir, que la acción, al ser al mismo tiempo esperanza, no puede estar abocada desde el principio al fracaso, absoluto y seguro. Esto no quiere decir que deba alcanzar necesariamente su fin, sino que debe mostrarse en una realización del fin, propuesto como futuro. Y hay en la misma esperanza una especie de necesidad. La idea de fracaso no tiene un fundamento profundo en mí, en este momento; por el contrario, la esperanza, en cuanto relación del hombre con su fin, relación que existe incluso si éste no se alcanza, es lo que está más presente en mis pensamientos.

 

El fracaso de la inmortalidad

 

B. L. Pongamos un ejemplo: el de Jean Paul Sartre. Siendo niño, decide escribir, y esta decisión le consagra a la inmortalidad. ¿Qué dice Sartre, en el ocaso de su obra, de esta decisión? Esta opción entre opciones que fue la tuya, ¿ha sido un fracaso?

J. P. S. He dicho a menudo que era un fracaso en el plano metafísico. Quería decir con eso que no he hecho una obra sensacional, del tipo de la de Shakespeare o de Hegel y, por tanto, en relación a lo que yo hubiera querido, es un fracaso. Pero mi respuesta me parece muy falsa. Ciertamente, yo no soy Shakespeare ni Hegel, pero he creado unas obras tan cuidadas como he podido; algunas de ellas han sido fracasos, seguramente; otras, menos; y otras han sido éxitos. Y con eso basta.

B. L. Pero, ¿y el conjunto con respecto a tu decisión?

J. P. S. El conjunto ha sido un logro. Sé que no he dicho siempre lo mismo, y en este punto estamos en desacuerdo, pues pienso que mis contradicciones importaba poco y que, a pesar de todo, he seguido siempre una misma línea.

B. L. ¡Ya estamos ante la «recta intención»! En tal caso, ¿no cree que el fracaso vaya indisolublemente unido a la posición del fin en el elemento de lo absoluto?

J. P. S. No lo creo. Por otra parte si se quiere descender hasta lo innoble, se puede estimar que no he pensado nunca de mí, sin deja de pensarlo de los demás. Veía cómo se equivocaban, cómo, aun cuando creyeran haber acertado era el fracaso total. Por mi parte me decía que al pensar así y al escribirlo, lo realizaba, y realizaba de un modo más general mi obra. Desde luego, no lo pensaba con claridad; si no, me hubiera dado cuenta necesariamente de esa enorme contradicción; pero de todos modos lo pensaba.

 

La innoble diferencia

                                            

B. L. Pero, ¿qué diferencia hay entre el anhelo de ser del camarero, ese camarero henchido de seriedad del que hemos hablado al principio, y el ansia de inmortalidad de Sartre, prescindiendo de todo lo innoble? ¿O es que sólo lo innoble constituye la diferencia?

J. P. S. Creo, a pesar de todo, que la idea de inmortalidad hacia la que me dejaba ir muy a menudo cuando escribía y hasta que he dejado de escribir era un sueño. Creo que la inmortalidad existe, pero de esa manera. Intentaré explicarme un poco más adelante. Creo que en la manera como yo aspiraba a la inmortalidad tal como la concebía, yo no era tan diferente del camarero o de Hitler, pero que la manera como yo trabajaba en mi obra era diferente. Era limpia, era moral, ya veremos qué quiere decir esto. Así, pues, considero que un cierto número de ideas que acompañan necesariamente a una acción -por ejemplo, la idea de inmortalidad- son sospechosas son turbias. Mi trabajo no ha estado presidido por la voluntad de ser inmortal.

B. L. Pero, ¿no se puede partir de esa diferencia? Tú nos hablas de la obra como de un pacto de generosidad, de un pacto de confianza entre el lector y el autor. La labor de escritor ha sido siempre lo esencial para ti.

J. P. S. La labor social...

B. L. ¿No es esa labor social la expresión de un deseo al menos tan fundamental como ese deseo de ser de que nos hablas en El ser y la nada?

J. P. S. Sí, pero pienso que hay que definirlo. Pienso, si quieres, que hay una modalidad distinta a la primera modalidad de espíritu de seriedad. Es la modalidad moral. Y la modalidad moral implica que dejamos, al menos a aquel nivel, de tener como fin el ser; ya no queremos ser Dios, ya no queremos ser causa sui; es otra cosa la que buscamos.

B. L. Después de todo, esta idea de causa sui sólo surge a partir de una tradición teológica muy determinada.

J. P. S. Así es, si quieres.

B. L. Del cristianismo a Hegel.

J. P. S. De acuerdo, si te empeñas. Es mi tradición, no tengo otra. Ni la tradición oriental, ni la tradición judía. Carezco de ellas a causa de mi historicidad.

B. L. Marx dijo también que el hombre será realmente total al final. Con un razonamiento así se ha tomado a los infrahombres como materia prima para construir al hombre nuevo integral y total.

J. P. S. ¡Ah! Sí, pero es absurdo. Precisamente el lado humano que hay en el infrahombre, precisamente esos principios que van hacía el hombre, son los que llevan en sí mismos la prohibición de servirse del hombre como de una materia o de un medio para obtener un fin. Y entonces es cuando estamos en la moral.

B. L. En otros tiempos, ¿no habrías denunciado este recurso a la moral como formal o, peor, burgués? Hemos jugado a ese juego. Nos hablas de prohibición, nos hablas de humano, ¡todo ello te hubiera divertido mucho en otro tiempo! Entonces, ¿qué ha cambiado?

J. P. S. Como sabes, una multitud de cosas que expondremos aquí. En todo caso, sí, me hubiera divertido mucho, hubiera hablado de moral burguesa; en una palabra, hubiese dicho burradas. A decir verdad, de acuerdo con los hechos y de acuerdo con los infrahombres que nos rodean, y que somos nosotros mismos, directamente, sin tomar en consideración nuestra esencia burguesa o proletaria, el humanismo no pueden realizarlo, vivirlo, más que los hombres, y nosotros, que estamos en un período anterior, que vamos en pos de los hombres que debemos ser o que serán nuestros sucesores, no vivimos el humanismo más que como lo mejor que hay en nosotros, es decir, nuestro esfuerzo por ser más allá de nosotros mismos, en el círculo de los hombres.

B. L. ¿Qué entiendes hoy por moral?

J. P. S. Entiendo que cada conciencia, cualquiera, tiene una dimensión que no he estudiado en mis obras filosóficas y que, por otra parte, pocos han estudiado en cuanto tal, que es la dimensión de la obligación. El término obligación es malo, pero para encontrar otro distinto sería preciso casi inventarlo. Entiendo que cada vez que tengo conciencia de cualquier cosa y cada vez que hago cualquier cosa, hay una especie de requerimiento que va más allá de lo real y que hace que lo que quiero hacer entrañe una especie de coacción interior, que es una dimensión de mi conciencia. Toda conciencia debe hacer lo que hace, no porque lo que ella hace sea válido de tal manera, sino, todo lo contrario, porque cualquier objetivo que tenga se presenta en ella con carácter de requerimiento, y eso es para mí el punto de partida de la moral.

 

Dimensiones de la moral

 

B. L. Desde hace mucho tiempo has sido sensible a esta idea de que, en el fondo, el individuo actúa por delegación. Y añadías, en El idiota de la familia, citando a Kafka, «pero no se sabe de quién». Entonces, con esta idea de una libertad delegada, pero sin saberse por quién, ¿bosquejas la idea de una libertad requisada?

J. P. S. Pienso que es lo mismo. Hay una dificultad que aparece poco más o menos en todas las morales clásicas, tanto en la de Aristóteles como en la de Kant, que es la siguiente: ¿dónde situar la moral en la conciencia? ¿Es una aparición? ¿Se vive moralmente siempre? ¿Hay momentos en los que no se es moral, sin ser por ello inmoral? Al comer un bocado o al beber un vaso de vino, ¿se siente uno moral o inmoral, o bien no se trata de nada de esto? Tampoco se sabe qué relación existe entre la moral que tan a menudo inculcan las gentes a sus hijos como moral de todos los días y la moral de las circunstancias excepcionales. En mi opinión, cada conciencia tiene esa dimensión moral que nunca se analiza y que querría que analizásemos.

B. L. Pero tú definías ya la conciencia como moral en tus primeros escritos; la libertad era la única fuente del valor. Ahora modificas tu pensamiento.

J. P. S. Porque en mis primeras indagaciones, como por lo demás la inmensa mayoría de los moralistas, buscaba la moral en una conciencia sin recíproco o sin otro (me gusta más otro que recíproco) y hoy considero que todo lo que pasa por una conciencia en un momento dado está necesariamente ligado, a menudo - hasta engendrado por la presencia o ausencia momentánea, pero existencia, al fin y al cabo, del otro. Dicho de otro modo, toda conciencia me parece actualmente a la vez constitutiva de sí misma como conciencia y, al mismo tiempo, como conciencia del otro y como conciencia para el otro. Y esa realidad, ese considerarse a sí mismo como uno mismo para el otro, teniendo una relación con el otro, es lo que yo Hamo conciencia moral.

Estamos constantemente en presencia de los otros, hasta en el momento en que nos acostamos y nos dormimos, pues los otros están ahí, aunque sea bajo la forma de objetos; si estoy a solas en mi habitación, en forma de recuerdo, de una carta abandonada en mi escritorio, de la lámpara que ha sido hecha por alguien, del cuadro que ha sido pintado por alguien; en una palabra, los otros siempre están ahí y me condicionan. Por tanto, mi respuesta, que no es solamente respuesta mía, sino que ya está condicionada por los otros desde el nacimiento, es una respuesta de carácter moral.

B. L. No piensas ya de la misma manera el ser-para-los-otros.

J. P. S. Exactamente. He dejado a cada individuo demasiado independiente en mi teoría de los otros de El ser y la nada. He formulado algunas preguntas que mostraban bajo un nuevo aspecto la relación con los otros. No se trataba de dos todos cerrados, de los que cabría preguntarse cómo se pondrían jamás en relación, puesto que estarían cerrados. Se trataba de una relación de cada uno con cada uno, precedente a la constitución del todo cerrado o que incluso impide a esos todos cerrarse nunca. Así pues, pensaba en algo que era preciso desarrollar. Pero consideraba, a pesar de todo, que cada conciencia en sí misma, cada individuo en sí mismo era relativamente independiente del otro. No había determinado lo que intento determinar hoy: la dependencia de cada individuo con respecto a todos los individuos.

B. L. La libertad estaba requisada, ahora es dependiente. Reconoce que puede uno asombrarse al oírte.

J. P. S. Es una dependencia, pero no una dependencia como la de la esclavitud. Porque creo que esa dependencia es libre ella misma. Lo que hay de característico en la moral es que la acción, al mismo tiempo que aparece como sutilmente obligada, se ofrece también como algo que puede no hacerse. Por consiguiente, cuando uno la hace, se realiza una elección, y una elección libre. Esta coacción tiene algo de hiperreal en cuanto que no determina, en cuanto que se presenta como coacción y la elección se hace libremente.

 

Sentido de la vejez

 

B. L. ¿Es la experiencia de la vejez la que contribuye a modificar tu pensamiento?

J. P. S. No, todo el mundo me trata como viejo. Me río. ¿Por qué? Porque un viejo no se siente nunca viejo, Comprendo por los otros lo que la vejez implica para quien la contempla desde fuera, pero yo no siento mi vejez. Así, pues, la vejez no es una cosa que, en sí misma, me enseñe nada. Lo que me enseña algo es la actitud de los otros hacia mí. Dicho de otro modo, el hecho de ser viejo para los otros es ser viejo profundamente. La vejez es una realidad mía que los otros sienten, me ven y dicen: este buen viejo; y son amables porque moriré pronto, son respetuosos, etcétera: los otros son mi vejez. Presta atención a esto: a pesar del modo como participas en este diálogo, borrando tu personalidad y hablando de mí, estamos trabajando juntos.

B. L. ¿En qué medida ha influido este «nosotros» en la modificación de tu pensamiento, y porqué lo has aceptado?

J. P. S. En un primer momento, como bien sabes, tenía necesidad de dialogar con alguien que, al principio, me parecía que debía ser un secretario: me veía obligado a dialogar porque ya no podía escribir. Y te propuse serlo, pero me di cuenta en seguida de que no podrías ser un secretario. Que era preciso que te aceptase en la meditación misma, es decir, que meditásemos juntos. Y ello ha cambiado completamente mi procedimiento de indagación, porque hasta ahora no he trabajado más que a solas, sentado a la mesa con pluma y papel ante mí. Mientras que aquí forjamos pensamientos juntos. A veces estamos en desacuerdo. Pero ése es un intercambio que no podía soñar en hacer más que en el momento de la vejez.

B. L. ¿Es un mal menor?

J. P. S. En el momento de partida, sí, pero en seguida esta colaboración no podía seguir siendo un mal menor. Era o bien algo abominable, es decir, mi pensamiento diluido por otro, o bien algo nuevo, es decir, un pensamiento formado entre, dos. Escribo y los pensamientos que ofrezco a la gente por escrito son universales. Pero no son plurales. Son universales, es decir, que cada uno leyéndolos formará estos pensamientos, bien o mal. Pero no son plurales en el sentido de que no son fruto del encuentro entre varias personas ni llevan más que mi sola marca. En un pensa miento plural no hay entrada preferente; cada uno lo aborda a su manera; sólo tiene un sentido, por supuesto, pero cada uno lo elabora a partir de premisas y de preocupaciones diferentes y cada uno comprende su estructura mediante ejemplos diferentes.

Cuando sólo hay un autor, el pensamiento lleva su marca, se entra en él y se circula por él, siguiendo caminos que él mismo ha trazado, aunque sea universal. Eso es lo que me depara nuestra colaboración: pensamientos plurales que hemos formado juntos y que me aportan sin cesar algo nuevo, aunque esté de acuerdo a priori con todo lo que hay en ellos. He pensado que lo que podrías decir para modificar una idea que provenía de mi, tus objecciones o una otra manera de ver la idea, etcétera, era lo esencial, esencial porque me colocaba, no ya frente a un público imaginado detrás de la hoja de papel, que siempre ha existido para mí, sino frente a las mismas reacciones que debían provocar mis ideas. Entonces, en ese momento, llegabas a ser infinitamente interesante para mi. Asimismo, hay algo que ha influido mucho: has comenzado a pensar en la filosofía a los quince años a partir de mis libros y te acuerdas muy bien de ellos. Mucho mejor que yo. Entonces, en nuestras conversaciones es importante que me recuerdes de vez en cuando lo que dije en 1945 o en 1950, para ponerme frente a lo que puede haber en mis ideas actuales que contradiga o prolongue mis ideas pasadas.

As! pues, para acabar, me eras extremadamente útil. Esto apenas se advierte en nuestra conversación, porque, como siempre, cuando no estás a solas conmigo te colocas un poco en segundo plano de modo que se ve a pesar de todo en este discurso a un viejo que ha tomado a un tipo muy inteligente para trabajar con él, pero sin dejar de ser, a pesar de todo, el personaje principal. Pero no es eso lo que pasa entre nosotros. Y no es lo que yo quiero. Somos dos hombres, poco importa la diferencia de edad, que conocemos bien la historia de la filosofía y la historia de mis pensamientos, y que nos asociamos para trabajar sobre la moral. Moral que estará, por otra parte, a menudo en contradicción con ciertas ideas que he profesado. El problema no es ése. Pero en nuestra discusión no se advierte tu importancia real en lo que estamos haciendo.

B. L. Es la presencia de una tercera persona, el lector, la que provoca esa distorsión.

J. P. S. Bien lo sé, pero como es para esa tercera persona, el lector, para quien escribimos...

 

Benny Levy, fue un escritor que se formó en el marxismo y alcanzó notoriedad durante el mayo del 68 francés. Con el nombre “Pierre Victor” se convirtió durante en el ideólogo del grupo maoísta La izquierda proletaria. En 1974, Levy se convirtió en el secretario de Sartre, a quien acompañó en los últimos años de su vida ejerciendo además una notoria influencia en sus textos. Desde 1976, compaginó sus trabajos con el filósofo con su presencia en el comité de redacción de la revista Temps Modernes y sus contribuciones a la fundación del periódico Liberation. La muerte de Sartre supuso un cambio total en la vida de Benny Levy, que pasó, en sus propias palabras, "de Mao a Moisés", convirtiéndose en un apasionado de la teología y el Talmud. De esta manera, Levy se fue acercando poco a poco al judaísmo ortodoxo, y decidió instalarse en Jerusalén en 1995. Su última obra se tituló “Ser judío”. Murió en 2003.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario