Por Edwin Alcarás
Publicado en El Telégrafo / Guayaquil 12 de diciembre 2016
El bogotano Santiago Castro-Gómez es uno de los filósofos más renombrados de la actualidad en América Latina. Sus lecturas sobre la modernidad/colonialidad lo han llevado a revisar el pensamiento de Michel Foucault, Slavoj Zizek y ahora —de modo plausiblemente inusitado— Karl Marx. Más allá de los discursos teóricos ¿puede la filosofía latinoamericana pensar todavía salidas válidas para la realidad de la región?
Durante buena parte del siglo XX si alguien nacía en América Latina y pretendía pensar filosóficamente algún aspecto de la realidad, tarde o temprano se encontraba con una pregunta que latía —como una vergüenza oculta— debajo de casi todos los debates filosóficos de la región: ¿Existe una filosofía propiamente latinoamericana?
La respuesta podía variar según la exaltación —nacionalista y/o historicista— de la época y el lugar. Pero generalmente oscilaba entre un autovejatorio «no» —de algún modo malinchista— o un «sí» impreciso, dubitante, que parecía añadir una apostilla: «sí, pero en ciernes», cuyos aspectos operativos parecían consistir —resumiendo groseramente— en: 1. Diferenciar la «filosofía» del «pensamiento» y 2.
Elaborar un catálogo histórico de las formas de pensamiento latinoamericano que habían venido desde las civilizaciones indígenas hasta la actualidad.
Hoy —promediando la segunda década del siglo XXI— ¿tiene todavía alguna vigencia aquella pregunta, clásica y espinosa, del debate latinoamericano? ¿En qué sentido nos sigue tocando —o no— la cuestión de que a los problemas de la región se los piense «desde» un lugar de enunciación que no sea el centro? ¿Hay algún modo de disputarle a Europa —en estrictos términos— el oro secreto de la filosofía occidental?
En la escena del pensamiento latinoamericano contemporáneo existe, cuando menos, alguien que dice que sí. Que hay algo que decir sobre esa pregunta. Y es esto: que está muerta y enterrada. Que ya no se trata más de preguntarse qué sea lo particular de la filosofía en América Latina sino de entrar directamente a crear respuestas propias, a disputar el terreno de la filosofía, de igual a igual. Que el discurso filosófico así entendido será latinoamericano sin proponérselo. Y que eso tal vez sea lo que hemos estado buscando por tanto tiempo.
Ese alguien se llama Santiago Castro-Gómez, nació en Bogotá en 1958, se doctoró en Filosofía por la Universidad de Tubinga y es uno de los pensadores contemporáneos más influyentes de la filosofía latinoamericana. Cada uno de sus trabajos han significado pequeños «escándalos» en la tradición filosófica regional desde Crítica de la razón latinoamericana (1996) en la que le ajustó las tuercas a la historia de las ideas y le dio ropaje filosófico, entre otras cosas, a lo que, siendo obvio, nadie decía: que los filósofos latinoamericanos, generalmente blancos de herencia criolla, no representaban a nadie más que a sí mismos.
Sus siguientes trabajos se titularon La hybris del punto cero: Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816) (2005) y Tejidos oníricos: movilidad, capitalismo y biopolítica en Bogotá, 1910-1930 (2009). Allí el filósofo usa el instrumental de conceptos que Michel Foucault denominó «genealogía» (un estudio del pasado que no mira «hechos» ya dados, sino, al revés, la manera en que «se han construido» esos hechos a través de prácticas de grupos concretos) para leer la colonialidad (el proceso brutal y sangriento a través del cual se instauró la modernidad fuera de Europa) en Colombia. Enlazar la colonialidad con Foucault le valió —además de la desconfianza y el ostracismo de varios sectores de la Academia latinoamericana— la admiración de una nueva generación de pensadores, quienes replicaron su «gesto» filosófico en otros contextos.
Pero como nada es para siempre —y, diría la balada, hasta la belleza cansa— Castro-Gómez acaba de romper con Foucault. Se dice fácil, pero en realidad esa separación le ha tomado algunos años («los que se han divorciado, saben muy bien de qué estoy hablando», dice el filósofo, en broma y en serio). ¿Qué pasó?
***
Castro-Gómez es un tipo alto y barbado. Lleva una sempiterna boina que le da cierto anacronismo setentero. Se alisa la chaqueta de delicado lino azul mientras vuelve la vista al cielo, un poco aturdido por el ruido de un helicóptero. El aire está patrullado por la seguridad de uno de los hombres más poderosos del mundo, el presidente de China, quien también visita Quito por un par de días.
Castro-Gómez sonríe triste. Es colombiano, lo cual significa —dice— que está acostumbrado a los operativos militares. Se acaricia un botón de madera de su chaqueta. El último. Los otros dos se han desprendido y en su lugar quedan solo dos hilos huérfanos. Conversa en un café del norte de Quito. Ha venido a presentar en Quito su libro más reciente Revoluciones sin sujeto.
Slavoj Zizek y la crítica del historicismo posmoderno (2-016) y a participar en un encuentro de filosofía organizado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), en cuya Maestría de Filosofía impartirá un curso el año próximo. ¿Sobre cuál tema? Marx, por supuesto, dice, como si fuera obvio.
¿Sobre cuál tema? Marx, por supuesto, dice, como si fuera obvio.
Luego de más de 30 años de actividad académica ahora solo acepta aquellos cursos que tengan que ver con sus investigaciones actuales. Desde que «se separó» de Foucault, Marx ha aparecido en su horizonte intelectual.
¿Qué tiene Marx que no tenga Foucault?
Me di cuenta de que una cosa es el poder y otra la política. Mientras trabajé en el Instituto Pensar, en Bogotá, estuve trabajando en una genealogía de las herencias coloniales en Colombia y me apropié de los instrumentos metodológicos que ofrece la genealogía en Nietzsche y Foucault. No se trataba de una «escenificación teórica» sino de una apropiación de los instrumentos de la genealogía. Pero con el tiempo me di cuenta de que, si bien es importante hacer este trabajo, de todas formas eso se queda en un nivel descriptivo.
¿Y cuál era el siguiente paso?
Pensar la política. Ya no solo ver cómo funciona el poder sino cómo es posible construir alternativas a lo que existe. Foucault no ve eso. O lo ve en clave de la estética de la existencia. Él siempre pensó que el problema era la subjetividad. Pero creo que ese no es el problema real. No cambiamos nada cambiando la subjetividad. Como se dice en filosofía, esa es una cuestión necesaria pero no suficiente.
Ese fue el inicio del fin…
Creo que caí en esa idea foucaultiana de ser una especie de positivista. Analizaba las herencias coloniales pero sin decir cómo era posible atacarlas. Entonces empecé una lectura crítica de Foucault, una suerte de ruptura con su pensamiento que se concretó en el libro Historia de la gubernamentalidad I y II (2010 y 2012) Ese libro es como la bisagra que explica el paso de un lugar a otro. Me di cuenta de los límites del planteamiento en el que estaba.
¿Qué límites son esos?, ¿políticos?, ¿metodológicos?
Ambos. Como te digo, me di cuenta de que Foucault es un pensador del poder pero no de la política. La analítica del poder es muy interesante para mirar cómo se articula y todo eso… pero otra cosa es la política y él no la pensó.
¿Por qué pensar la política? ¿Influye el hecho que vos seas un pensador latinoamericano?
Desde luego. En un momento uno nota que lo que está haciendo no ofrece instrumentos para pensar el «¿qué hacer?», aquella pregunta que se hizo Lenin cuando triunfó la Revolución rusa… Me di cuenta de que, aunque tal vez no conteste a esa pregunta, sí quiero planteármela formalmente desde la filosofía. Pensar la política también supone pensar la intervención al nivel de las instituciones públicas. Descubrir cómo ha operado el poder en la historia de Colombia está bien. ¿Y luego? Pues si ya pensé la colonialidad, se trata de pensar ahora la decolonialidad.
¿Esa decolonialidad del llamado «girodecolonial»?
Hay que hacer una puntualización ahí. Existe cierto sector de pensadores identificados con aquel giro decolonial que convirtió el latinoamericanismo en una suerte de «abyayalismo , o sea renunciar y salirnos de la modernidad. Pero, en mi opinión, esa también es una idea colonial y es un error. Sin embargo, también hay otro sector del giro decolonial que viene del marxismo y de la izquierda. En ese sector me ubico yo y ahí entiendo a Dussel, a (Aníbal) Quijano y a (Ramón) Grossfoguel.
¿Entonces hay que seguir usando la modernidad?
Lo que rescato de la modernidad es el imaginario de la igualdad, el imaginario democrático, que es un elemento emancipatorio. La igualdad y la libertad como valores que organizan lo político. Perderlas por pensar que la igualdad es colonial o que la libertad es imperial significaría un error político tremendo. Claro que dialécticamente se han presentado como históricamente amalgamadas, pero son cosas distintas. Necesitamos pensar dialécticamente. Hay que recuperar, en ese sentido, a Marx.
¿Cómo entra Marx en esta recuperación de lo moderno?
Lo que propongo es pensar la modernidad desde dos consideraciones. Primero: leerla dialécticamente, no solamente como una totalidad genocida, «epistemicida» y colonizadora. Como digo, la modernidad también desarrolló elementos emancipadores. Segundo: entender que la modernidad y la colonialidad no son la misma cosa, sino dos fenómenos que se articulan y se antagonizan.
Pero, al final, ¿sí se trata de «cancelar» la modernidad?
Se trata de superarla. Pensar salidas hacia lo que (Enrique) Dussel llamó la transmodernidad, que es una gran categoría. Significa que no podemos ignorar la modernidad porque es un proceso irreversible que le ha ocurrido a la humanidad, así como le ocurrió la era neolítica, por ejemplo. No podemos escapar de ella. Marx lo entendió así. La transmodernidad Se trata de articular otra modernidad que va más allá de la colonialidad, y al mismo tiempo la niega. Y al negarla, la supera.
¿En la práctica, qué implicaría ese «trans»?
Implica recoger los elementos emancipatorios de la misma modernidad, tomar las instituciones que creó como la ciencia moderna, el Estado de derecho, la economía, la crítica, pero atravesarlas desde otros lugares, desde aquellas alteridades negadas por esa modernidad. Como la de los indígenas, pero no solo esa, sino también la de las mujeres, los gais, etc.
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